Traducido por I. M. Calderón. Original disponible en la web del Institute of Network Cultures.
«Don’t get high on your own supply». (Ten Crack Commandments)—El Otro como Distracción: Sartre sobre el Mindfulness (conferencia de la Open University)—»Ella nunca sintió que pertenecía a algún lado, excepto cuando estaba echada en su cama, pretendiendo ser otra persona». (Rainbow Rowell)—»Este contenido no está disponible para todos los publicistas».— «In my head i do everything right». (Lorde)—»Hace 15 años, Internet era un escape del mundo real. Ahora, el mundo real es un escape de Internet». (Noah Smith)—No alimente a las plataformas (camiseta)—»Mis palabras no importan y yo no importo, pero todo el mundo debería escucharme de todos modos». (Pinterest)—»Stop Liking, Start Licking» (publicidad de helado)—#AsíSeSienteLaAnsiedad—»Deja el hábito, hombre». (W. Burroughs).
Bienvenido al nuevo estado de lo normal. Las redes sociales está reformateando nuestras vidas interiores. En tanto la plataforma y el individuo se vuelven inseparables, las redes sociales se vuelven idénticas a lo “social” en sí mismo. Ya sin mayor curiosidad de lo que traerá “la próxima web”, hablamos sobre cualquier suerte de información que se nos permita pacer durante los días magros. La antigua confianza en la estacionalidad de los periodos de revuelo que vienen y van ha sido destruida. En cambio, un nuevo realismo se ha impuesto, como publicaba en un tuit Evgeny Morozov: “el utopismo tecnológico de los 90 postulaba que las redes debilitan o reemplazan las jerarquías. En la realidad, las redes amplifican las jerarquías y las hacen menos visibles”[1]. Una posición amoral respecto al intenso uso de las redes sociales hoy en día sería el no emitir un juicio superior y en cambio ahondar en el tiempo superficial de las almas perdidas como nosotros ¿Cómo se puede escribir una fenomenología de las conexiones asincrónicas y los efectos culturales, formular una crítica despiadada de todo lo mentalmente programado en el cuerpo social de las redes, sin mirar a lo que pasa dentro? Embarquémonos, por tanto, en un viaje al interior de este tercer espacio denominado lo tecno-social.
Las redes no son exactamente bóvedas de placer. El descontento crece en torno a sus formas y causas: desde la presunta interferencia rusa en las elecciones presidenciales de Estados Unidos en el 2016, hasta las declaraciones de Sean Parker, presidente fundador de Facebook, en las que admitía que el sitio dio a los usuarios un disparador rápido, expuesto bajo la denominación de “adicción por diseño”. Parker dijo que “es un bucle de retroalimentación basado en la validación social… exactamente el tipo de cosa que se le habría ocurrido a un hacker como yo, porque estás explotando una vulnerabilidad en la psicología humana”[2]. Luego vino Justin Rosenstein, inventor del botón de “me gusta” de Facebook, que compara a Snapchat con la heroína. O Leah Pearlman, una miembro del mismo equipo, que admitió que su descontento con el botón de “me gusta” y otros bucles de retroalimentación adictivos había crecido[3]. O Chamath Palihapitiya, otro antiguo alto ejecutivo de Facebook, que afirmó que las redes sociales están desgarrando a la sociedad y que recomendaba a la gente “tomarse un descanso radical”[4].
Tras leer artículos así en la prensa, ¿quién no se sentiría traicionado? La razón cínica se impone en tanto nos damos cuenta de los trucos jugados en nosotros. Las pantallas no son lo que parecen. Tan pronto como cualquier campaña de segmentación por comportamiento –el behavioral targeting- sale a la luz, nuestros prejuicios se confirman, en tanto que los efectos de tales campañas empiezan a desgastarse y los departamentos de marketing salen a la búsqueda de nuevas formas de administración de la percepción. ¿Cuándo van las redes sociales a desplazarse completamente hasta ocupar una etapa en la historia mundial? ¿No va a acabarse nunca? Esto lleva a la pregunta: ¿qué significa que nos hayamos vuelto conscientes de tal “distracción organizada”? Sabemos que estamos distraídos, y aún así continuamos siendo distraídos: esa es la distracción 2.0.
Un descontento similar se deja sentir en mi propio filtro burbuja al realizar crítica de las redes. ¿Qué hacer una vez que tomamos conciencia de que estamos arrinconados desde todos los lados y debemos llegar a un acuerdo con esta sumisión mental? ¿Cuál es el rol de la crítica y de las alternativas en tal situación desesperada de ubicuidad? Tomemos como ejemplo a los críticos de la criptodivisas, que deben haber experimentado la sensación de salir perdiendo respecto a la locura de la bitcoin, sintiéndose incluidos en el mismo saco que un montón de tipos mediocres en Facebook. La depresión es una condición general, ya sea consciente o inconsciente. ¿Es Internet todo lo que hay? El descontento con la matriz cultural del siglo XXI inevitablemente se mueve desde el rótulo de “tecnología” hacia una economía política de la sociedad en general. Ubiquemos nuestra incapacidad colectiva para cambiar la arquitectura de Internet a la luz de la más amplia “fatiga democrática” y el auge de autoritarismos populistas, como se discutía en la antología del 2017 El Gran Retroceso[5].
Pero también tengamos en cuenta que existe un lado oscuro en este comprensible gesto. Con frecuencia, los análisis críticos -de manera involuntaria- desembocan en juicios morales. ¿No deberíamos, en vez de ello, realizar la incómoda pregunta de por qué tantos fueron atraídos hacia el abismo de las redes sociales en primer lugar? ¿Es quizás por la ‘desorganización de la voluntad” de la que hablaba Eva Illouz en su estudio “Por qué duele el amor: una explicación sociológica”[6]? Los muchos que defendían la utilidad de Facebook, WhatsApp e Instagram, al mismo tiempo expresaron sentimientos encontrados sobre la vigilancia moral del CEO Mark Zuckerberg, encubriendo así una incapacidad –percibida de manera generalizada- para tomar decisiones de por vida. Esa situación es la que Illouz describe como una “ambivalencia impasible”, una nueva arquitectura de la elección en la que las consideraciones racionales y emocionales se difuminan, causando una crisis de compromiso en la elección de parejas, un patrón que también vemos en el debate sobre las redes sociales. Quiero dejarlo pero no puedo. Hay demasiado pero es aburrido. Es útil, pero lo detesto. Si nos atrevemos a admitirlo, nuestras adicciones están inundadas de un vacío en la expectativa de nuestra vida desconectada del flujo.
La dopamina es la metáfora de nuestra época. El neurotransmisor representa los acelerados ciclos de alzas en nuestro humor antes de que terminemos colapsando. El flujo en las redes sociales varía desde arrebatos de expectativa a largos periodos de insensibilidad. La movilidad social está marcada por oscilaciones similares. La buena y mala suerte tropiezan entre ellas. La vida sigue su curso, hasta que repentinamente te encuentras a ti mismo en una trampa de “extorsión”, con tu dispositivo secuestrado por ransomware, por algún tipo de programa malicioso.
Pasamos de intensas experiencias de satisfacción con base en trabajo colectivo (si es que tenemos suerte) a largos periodos de incertidumbre laboral, repletos de aburrimiento. Nuestra interconectada vida es una historia de periodos de repentino crecimiento acelerado seguidos de largos periodos de estancamiento en el que permanecer conectado no sirve ya a ningún propósito. Llamémosle hoovering social: somos aspirados de vuelta, motivados por sugerentes mejoras de las condiciones -que nunca se materializan. Las arquitecturas de las redes sociales nos encierran, legitimadas por el efecto de red que hace parecer que todo el mundo está involucrado en ellas (o al menos asumen que deberían estarlo). La certeza, aun experimentada hace una década, de que los usuarios se comportaban como enjambres, moviéndose juntos de manera libre de una plataforma a otra, se ha probado equivocada. Salirse de una plataforma parece obstinadamente fútil. Tenemos que saber el paradero de nuestro exnovios, los eventos en el calendario y los conflictos sociales entre viejas y nuevas tribus. Uno podría desagregar a una persona, de-suscribirse, cerrar sesión o bloquear a acosadores individuales, pero los trucos que te mantienen vinculado al sistema prevalecen en última instancia. Bloquear y eliminar son considerados un acto de amor con uno mismo, de otro modo enganchado. La sugerencia misma de dejar las redes sociales del todo está más allá de nuestra imaginación.
Nuestra incomodidad con “lo social” empieza a herir. Últimamente, la vida parece abrumadora. Permanecemos en silencio, pero volvemos antes de que pase demasiado tiempo. El hecho de que no haya salida o escape lleva a la ansiedad, al agotamiento extremo o a la depresión. En su Pequeña Filosofía de la abstinencia digital, el escritor neerlandés Hans Schnitzler da cuenta de los liberadores síntomas de la abstinencia que experimentan sus estudiantes de la Amsterdam Bildung Academy cuando descubren la mágica experiencia de caminar por el parque sin tener que tomar fotografías para Instagram[7]. Al mismo tiempo, escuchamos un creciente disgusto con las respuestas New Age que apelan a la “escuela de la Vida” frente a la sobrecarga digital. Los críticos de Internet dan voz a la indignación sobre el uso instrumental de la ciencia del comportamiento, enfocada a manipular al usuario, solo para darse cuenta que sus preocupaciones terminan convertidas en recomendaciones de “détox digitales” en cursos de autocontrol. Nada más pasa después de las confesiones de MiDistracción al estilo Alcohólicos Anónimos. ¿Debería uno estar satisfecho con una reducción del 10% del tiempo gastado en usar dispositivos tecnológicos? ¿Cuánto tiempo toma hasta que el efecto se agote?
¿También extrañas la tranquilizante sensación de estar envuelto en una manta para acabar con esa intranquilidad? El bienintencionado consejo de autoayuda se convierte en parte del problema, en tanto simplemente refleja la avalancha de aplicaciones destinadas a crear «una mejor versión de ti mismo”[8]. En vez de eso, debemos encontrar formas de politizar la situación. Un acercamiento desde el “capitalismo de plataforma” debería, en primer lugar, alejarse de cualquier solución basada en la metáfora de la adicción: los miles de millones online no están enfermos, ni tampoco soy un paciente[9]. El problema no es nuestra falta de fuerza de voluntad sino nuestra incapacidad colectiva para imponer un cambio.
Enfrentamos un retorno de la diferencia alto-bajo en la sociedad, con una elite offline que ha delegado su presencia online a sus asistentes personales, en contraste con el frenético 99% que no puede ya más sobrevivir sin acceso online 24/7, luchando contra los largos viajes diarios al trabajo, el pluriempleo y las presiones sociales, haciendo malabares para lidiar con amigos, familiares y complejas relaciones sexuales –con ruido en todos los canales. Otra tendencia regresiva es la del “giro televisual” de la experiencia en la web, debido al aumento de los videos online en todas las plataformas, la rehabilitación de canales de televisión clásicos en los dispositivos de Internet y el auge de servicios como Netflix. Un pensamiento de ducha –un shower thought -de Reddit lo pone de este modo: “surfear en la web se ha vuelto como mirar televisión en los viejos tiempos, solo moviéndonos entre un puñado de sitios web buscando algo nuevo que esté puesto”[10]. Considerar a las redes sociales como una nueva televisión es parte de una erosión de largo plazo de la alguna vez celebrada cultura participativa, un desplazamiento de la interactividad a la interpasividad[11]. Este mundo es masivo pero vacío. Lo que quedan son los rastros visibles de una rabia colectiva de aquellos que sí comentan. Leemos lo que los trolls tienen que decir, y desplazamos con un rápido movimiento de dedos la inmundicia verbal en ira.
Una de las consecuencias no intencionales del uso de las redes sociales es la creciente reticencia a tener intercambios verbales directos. En una publicación en su blog –“Odio a los teléfonos”-, James Fisher se queja acerca de la disfuncionalidad de los centros de teleoperadores y califica a toda la telecomunicación “sincrónica” como ineficiente: “La comunicación textual asincrónica es como todo el mundo se comunica a distancia hoy en día. Está aquí para quedarse”[12]. De acuerdo a Fisher, matar a los teléfonos es un gran mercado. Es parte de una revolución silenciosa. No hay rabia contra el teléfono y la forma más efectiva de sabotear el medio es ya no contestar llamadas. Durante una visita a un centro de formación profesional en medios en Amsterdam, se me explicó que la escuela había introducido recientemente una clase de “comunicación” para nativos digitales, después de que una empresa se quejara de que los practicantes eran incapaces de conversar por teléfono para hablar con los clientes. En la línea de lo hallazgos de Sherry Turkle[13], el curso entrena a los estudiantes en cómo conducir una conversación por el teléfono y en la vida real.
Durante un diálogo, ya sea al teléfono o sentados uno junto a otro en un café, tomamos la ruta “hermenéutica” y extendemos la conversación. Ese es el arte de la interpretación, cuando nos complacemos en la exégesis de una situación, publicación o episodio. Es un paisaje semiótico expansivo, donde el significado no está atado al compromiso. Al contrario: todo se trata de evitar tomar decisiones, se trata de sondear en el mundo de lo posible. Nos perdemos en el tiempo mientras preguntamos, explicamos, interrumpimos y divagamos, tratando de adivinar el significado de los titubeos y gestos corporales de nuestro compañero. Esta experiencia extensiva es lo opuesto a la de la técnica de la comprensión, visibilizada en la condensada forma del meme. Estos mensajes visuales comprimen problemáticas complejas en una imagen, añadiendo una capa irónica, con el objetivo explícito de duplicar y propagar el mensaje que puede ser aprehendido en una milésima de segundo, antes de que pasemos el dedo por la pantalla y rápidamente nos desplacemos a la próxima publicación. Los memes suplican que les demos “me gusta” y hacen visible la distracción, como en el caso del meme del novio distraído[14].
“Por favor, acércate a mí, sorpréndeme”. No importa cuán perfecta sea la tecnología, los intercambios rápidos y suaves continúan siendo la excepción en tanto tropezamos con la dura realidad del Otro. En el punto en el que un mensaje de texto es enviado a alguien hay una expectativa por recibir uno de vuelta. Esta espera, también conocida como “textpectation” (“text-pectativa”), es la experiencia prolongada y dolorosa de anticipar un mensaje de texto. El fantasma electrónico del otro nos acecha hasta que finalmente aparece en la pantalla.[15] “Cada vez que vibra mi teléfono móvil, espero que seas tú”. Como Roland Barthes nota, “hacer esperar a alguien es la prerrogativa constante de todo poder”. Siempre es acerca de uno mismo. “El otro, él, no espera nunca. A veces, quiero jugar al que no espera; intento ocuparme de otras cosas, de llegar con retraso; pero siempre pierdo en este juego: cualquier cosa que haga, me encuentro desocupado, puntual, incluso adelantado. La fatal identidad del enamorado no es otra más que ésta: yo soy el que espera”[16]. Tras la excitación, durante los días oscuros, las redes sociales no llenan más el vacío. Durante los días sin amor uno se siente plano, como un fracaso, con poca emoción. Algunos se molestan con facilidad, mientras aumenta la ansiedad social. Cuando los estabilizadores del ánimo ya no funcionan y ya no te vistes durante el día, sabes que has sido aspirado de vuelta.
Hacer swipe con los dedos ayuda a trasladar la mente a otro lado. Revisamos el smartphone es la forma actual del soñar despierto. Ignorantes de nuestra propia breve ausencia, disfrutamos la sensación de estar remotamente presentes. Uno recuerda cómo era sentir. Mientras revisamos las actualizaciones en los estados de Facebook, divagamos en nuestra mente, el movimiento se revierte y sin darnos cuenta el Otro entra en nuestro mundo. Al sacar nuestros celulares en busca de disparadores rápidos, la ansiedad no se va. Como el soñar despierto, las conexiones a las redes sociales pueden ser descritas como “un distanciamiento de corto plazo de lo inmediatamente circundante durante el cual el contacto con la realidad se difumina”[17]. Pero la segunda parte de esta definición de Wikipedia no se ajusta. ¿Pretendemos ser alguien más cuando swipeamos mensajes en el elevador? Esos vistazos rápidos en las redes sociales pueden ser un escape de la realidad presente pero, ¿podemos decir que se hacen para replegarse en una fantasía? Difícilmente. Damos una ojeada a las actualizaciones y a la bandeja de entrada por la misma razón por la que soñamos despiertos: para eliminar el aburrimiento.
¿Deberíamos, con Freud, entender el uso de las redes sociales como una expresión de los instintos reprimidos? ¿O, al contrario, hay que leer a las redes sociales como flujos de signos digitales que provienen de los dispersos miembros de la tribu? ¿Está la psique en necesidad de re-ensamblar lazos sociales cercanos con el objetivo de restaurar un sentido de parentesco en una era de redes débilmente desplegadas? ¿Podemos describir la versión online de lo social como una revisión secundaria (Freud), una forma de procesar todos los procesos complejos de nuestras ocupadas vidas diarias? Lo que conseguiríamos con esto es por superar lo que Nathan Jurgenson describió como “dualismo digital”: lo real y lo virtual no son esferas separadas, sino una experiencia altamente integrada e híbrida. ¿Podemos leer el uso extensivo de redes sociales en cafés, en las calles, en trenes, en la cocina y en la cama, como formas alteradas de conciencia –esta vez, alimentadas por el mundo exterior? Una definición de las redes sociales como “estado de alerta de lo demás” o incuso “tecno-telepatía” ciertamente va a contrapelo de las llamadas generalizadas a más presencia física y espiritual, que llevarían a un cerebro menos distraído capaz de concentrarse por más tiempo y mejor.
Admitamos la envidia: otros tienen experiencias gratificantes de las que estamos ausentes. Este es el FOMO: Fear Of Missing Out, que desemboca en un constante deseo por vincularse con otros o con el mundo. Este sentimiento de celos es el lado sombrío del deseo de ser la tribu, estar la fiesta, pecho a pecho. Ellos bailan y toman, mientras uno está allí afuera, por su cuenta. Hay además otro aspecto: el voyeurismo online, la forma fría y desapegada de la cultura de la vigilancia efectuada por pares que cuidadosamente evita la interacción directa. Online, observamos y somos observados. Abrumados por un falso sentido de familiaridad con el Otro, rápidamente nos aburrimos y sentimos la urgencia de pasar a otra cosa. Aunque todavía conscientes de nuestro deber histórico de contribuir, subir archivos y comentar, la realidad es diferente. Hemos regresionado hacia nuevas salidas e influencers profesionales: solo unos pocos saben cómo sacarle provecho a la atención
Cuando las aplicaciones ya no son nuevas, se vuelven un hábito. Este es el momento en el que geeks, activistas y artistas desaparecen de la escena y su lugar es tomado por padres, psicólogos, analistas de data y expertos de marketing. En Updating to Remain the Same, Wendy Chun argumenta que “las redes importan más cuando parecen no importar en absoluto, esto es, cuando se desplazan de lo nuevo a lo habitual”[18]. Chun describe a los hábitos como cosas extrañas y contradictorias, a las vez inflexibles y creativas. El hábito permite la estabilidad en un universo en el que el cambio es fundamental. Su naturaleza repetitiva no es vista como algo mal. “El hábito, a diferencia del instinto, se aprende, se cultiva: es evidencia de cultura en el más fuerte de los mundos”[19]. De acuerdo a Chun, el hábito es un enfoque oportuno en tanto “el neoliberalismo enfatiza el empoderamiento y el voluntarismo”[20]. Su política de privatización destruye la esfera privada, lo que resulta en que a los usuarios de Internet se les de vuelta de adentro hacia afuera y se les enmarque como sujetos privados expuestos en público.
Cualquiera sea su denominación, “las redes habituales” capitalizan el deseo de anti-experiencia, compartiendo información dentro del propio filtro-burbuja de uno mismo (lo que Chun describe con el término de “homofilia”). Desacoplado del factor de la novedad radical del Otro, las redes sociales sostienen el deseo de algo diferente. Esto también se reproduce en el nivel interpersonal. En su ensayo Anaestheic Ideology, Mark Greif nota una crisis en la experiencia: “la experiencia se vuelve perforante, estridente, intrusiva. Ya no es un premio, a pesar de ser la meta que todos buscan. Es un azote. Todo lo que deseas es algo para reducir la sensación”[21]. Empezamos a sentirnos desvinculados en tanto los amigos se vuelven emocionalmente sobre-demandantes, y valoramos nuestro propio mecanismo de defensa como más bien positivo. Una vez que nos ha dejado de importar, y el melodrama se ha ido, le damos un vistazo, luego un “me gusta” y medio segundo después solo pasamos el dedo y lo apartamos. La ansiedad social se agota y se achata en un ánimo de indiferencia, en el que el mundo todavía fluye, pero con atributos de letargo. Cuando el mundo se vacía de significado, estamos más que listos para delegar las experiencias a amigos. Sin rencores. En tanto la distancia crece, los celos se disipan en el fondo.
El crítico de tecnología neerlandés Tijmen Schep creó un sitio web para investigar a profundidad el término “enfriamiento social”[22] -que trata de capturar los efectos a largo plazo de vivir dentro de una economía de la reputación-. El enfriamiento describe la simple observación de que si uno está siendo mirado, su comportamiento cambia. “La gente se ha empezado a dar cuenta que su ‘reputación digital’ podría limitar sus oportunidades”. Esto lleva a una cultura de conformidad, aversión de riesgo y rigidez social. La resistencia a esta lógica tendrá activamente que buscar el desmantelamiento de los algoritmos y la criminalización de la recopilación de datos. Solo si los servicios de análisis de datos ya no son accesibles habrá una chance de un “olvido” colectivo de estas técnicas culturales y sus temibles consecuencias a largo plazo. Su conclusión: “la data no es el nuevo oro, es el nuevo petróleo, y está dañando el medio ambiente social”. Un reciente Manifiesto por la Prevención de los Datos argumenta en líneas similares: no es suficiente ‘proteger la privacidad’ a través de la regulación. Debemos prevenir la producción y la captura de data en primer lugar. Para Tijmen Schep la privacidad implica el derecho de ser imperfecto. Necesitamos diseñar una libertad que activamente socave las presiones tecnológicas por llevar una vida predecible. Si esto no pasa, podríamos encontrarnos a nosotros mismos viviendo bajo un régimen de crédito social. Bienvenidos a la Sociedad de la Sentencia Previa, una en la que la prevención de la desviación ya ha sido internalizada.
¿Recuerdan Her? En este filme del 2013, el personaje masculino que atraviesa por la crisis de la mediana edad se enamora de su sistema de Inteligencia Artificial, llamada Samantha. Lo que es sorprendente no es la presunta brillantez computacional del personaje femenino artificial, o la lucidez de tener sexo telefónico con robots, sino la conformidad introvertida que viene con la aceptación masiva de amistades con sistemas de Inteligencia Artificial personalizados. Una vez que la atención en masa ha virado hacia adentro y se ha vuelto rutina, ¿por qué molestarse con la apariencia de uno mismo? Esta no es precisamente la tendencia que vemos ahora en la cultura de las redes sociales. El filme es a la vez una advertencia moral contra la soledad narcisista y una historia confortante y “conmovedora” sobre máquinas que nos ayudan en el difícil pasaje de una relación a la otra. Lo que sorprende son las ropas uniformizadas, desarregladas y geeks que todo el mundo está usando. El director, Spike Jonze, señala: “¿alguna vez has usado pantalones de talle alto? Cuando hacíamos las pruebas de vestuario, me los probé y fue como ‘¡oh, estos se sienten bien!’ Se sentía como si estuvieses siendo abrazado”. La moda de los años 40, elegante y atemporal, nos hace sentir cómodos y familiares. “Cuando añades cosas que no son de esta era, acabas notándolo y se vuelve realmente distractor”, admite el diseñador de vestuario del filme. Todo el mundo carga con grandes y toscos bolsos. En el escenario retrofuturista de Her nos hemos conformado con una vida uniformada y apartada de la diversidad. De manera similar al uso actual de las redes sociales, no podemos decir que los sujetos de Her estén ausentes de la realidad. La “interioridad artificial” que habitan, estando estructuralmente desatentos a las cosas de afuera, los escuda del contacto con el exterior, de forma similar a los vestidos de Hello Kitty que han dominado las calles del Asia metropolitana por décadas. Es su compromiso positivo el que le da a Her el sabor distópico.
En su libro Distributed Attention, a Media History of Distraction, la teórica de medios alemana Petra Loeffler[23] nos proporciona un cambio de perspectiva relevante en este contexto. Remontándose a los escritos de Walter Benjamin y Siegfried Krakauer, Loeffler muestra que la la distracción fue una vez vista como un derecho que era afirmado por los tempranos movimientos obreros. El repetitivo trabajo en la fábrica tenía que ser compensado con entretenimiento. La demanda por tiempo de ocio se sostenía en tecnologías como las del panorama, la exhibición mundial, el caleidoscopio, el estereoscopio y el cine –una cultura metropolitana encargada en la figura del fisgón. Debido al auge de las tecnologías de medios tras la II Guerra Mundial, esta actitud cambió lentamente y se impuso la fase de “desorientación” (como señalara Bernard Stiegler). En tanto hemos desconectado la distracción del entretenimiento ya no podemos ver el smartphone como un juguete necesario en la reproducción de la fuerza de trabajo[24]. ¿A qué costo? En vez de controlar el soñar despierto digital , debemos apostarle al caballo llamado aburrimiento. En algún punto, Silicon Valley perderá su guerra por la atención y su economía impulsada por la adición tropezará inevitablemente. Aun no estamos allí. Sus estrategias de reajuste del comportamiento y sorpresa todavía funcionan.
Fascinante Facebook. El movimiento de retracción en el tiempo de Loeffler podría ayudar a liberarnos de la moral que rodea el discurso de la distracción y preguntarse qué exactamente nos está atrayendo más y más profundo en estas redes. Como Roland Barthes hizo respecto a la fotografía, investiguemos cuál es el “punctum” en las redes sociales. ¿Cómo identificar y luego analizar los sorprendentes elementos que hieren y atacan, que resaltan, ese raro detalle que los ojos buscan? Eso es la posibilidad de libertad y liberación de una estimulación orquestada, la información poco común que nos sacará de nuestra rutina. Lo que deseamos es la nueva ola de disrupciones, en tanto nos sentimos incapaces de interrumpir nuestro propio comportamiento. En tanto la adicción “programa su uso sostenido bloqueando nuestra capacidad para concebir alternativas” (Gerard Moore), estamos encerrados en una situación que hace imposible interrumpir a los interruptores.
Mientras el descontento con el discurso de la distracción se propaga, existe una revuelta creciente contra la sugerencia de que todo es nuestro problema. Consideremos a Catherine Labiran, que ya no desea que autocuidado sea un sinónimo de “mimos”, reconociendo que “se cansó de conversaciones sobre el autocuidado que solamente se vinculaban a alguna forma de meditación”[25]. De acuerdo a la filósofa de medios neerlandesa Miriam Rasch, con quien he tenido el privilegio de trabajar en el Institute of Network Cultures, la terapia de détox digital solo lucha contra los síntomas. “Pasa por alto las causas de la distracción perpetua, la falta de concentración y los agotamientos extremos. Salir al bosque sin un teléfono para aliviar el estrés no te ayudará a largo plazo. Es como la zanahoria puesta frente al burro: algo que te permite continuar, presuntamente fuera del libre albedrío, mientras en realidad es una función de lo que Byung-Chul Han llamó psicopolítica, el siguiente paso tras la biopolítica de Foucault. Esto implica que la psique en sí misma es sujeto de mecanismos de control, que de acuerdo a Han siguen reglas neoliberales. La autodisciplina del “exígete”, de la que el détox digital es un ejemplo, es una de muchas estrategias del mercado para entrar a la psique, con el fin de incrementar la eficiencia, la productividad y la ganancia”. De acuerdo a Rasch, la distracción es el primer paso en este proceso: “una vez que la distracción ha crecido de manera tan desproporcionada que empezamos a protestar contra ella, el détox digital y otras estrategias disciplinarias son propuestas como un segundo paso, mientras en paralelo las corporaciones de asistencia hacen más dinero”.
Miriam Rasch no está dispuesta a rendirse con Internet. “Fuera de los ‘síntomas’ negativos, todavía ofrece muchos beneficios, tales como placer, amistad, cortejo, conocimiento y trabajo. Necesitamos de una nueva forma de hacer frente a la distracción, una que beneficie la era ‘post-digital’. Una forma que reconozca que Internet no se va a ir –y no queremos que se vaya, tampoco. Exijo una estrategia que no solo se aleje de los beneficios y se retraiga a la meditación y mindfulness sino que confronte la condición de manera directa, se la aguante, se revuelque en ella, y aun así prospere”.
¿Sería posible politizar nuestras propias distracciones?, se pregunta Miriam Rasch. “Debemos dejar de ser perseguidos por las cosas que te distraen a ti. ¿Qué diantres llama mi atención? Escucha lo que le plazca a tus oídos. Enfatizaría el “mi” en “mi atención”. Sé consciente de la atención: es lo que las compañías de medios buscan, y al buscarlo, lo destruyen. No me importa si es online u offline –las dos ya son difícilmente distinguibles-, me importa si me importa, y me importan muchas cosas”.
Michael Dieter, de la Universidad de Warwick, no está de acuerdo y advierte que es demasiado fácil condenar el retraimiento del détox digital como solo una treta neoliberal. Haciendo eco del You Have to Change your Life de Peter Sloterdijk, afirma que “las reacciones a desconexiones temporales incluso son con frecuencia bastante extremas. El retraimiento al menos resalta una necesidad de practicas colectivas y cambio en el ambiente de uso; no estoy seguro de que debiéramos confiar solo en nuestros intereses individuales para luchar contra las distracciones. ¿Por qué no acercarse a las cosas con una mentalidad más experimental? No somos buenos reconociendo la potencial impureza de tales ejercicios. Respecto a ello, en efecto, lo post-digital podría ser un concepto útil. El détox puro es una empresa riesgosa, como afirman los expertos médicos: puede fortalecer los impulsos o hábitos que buscamos eliminar. Las experiencias con redes híbridas, formas diversificadas e interdisciplinarias de entrenamiento y métodos más-que-digitales son algunos caminos a seguir, junto con la voluntad de experimentar la crisis como un momento de claridad”[26].
La élite global no puede decidirse sobre la ‘epidemia de la distracción’, una confusión con implicancias profundas en los estándares educaciones y enfoques pedagógicos. Quienes mandan exigen un conjunto de habilidades digitales y al mismo tiempo habilidades de lectura profunda, fantaseando con medidas totalitarias para lograrlo. Su interés no es traer a la vida al usuario vacío. No solamente estamos hablando de dudas racionalizadas como problemas éticos; la problemática de la atención va al núcleo de cómo la economía global está siendo configurada. Por un lado, investigaciones –una tras otra- tratan de remarcar que una vez que ya no haya acceso a las redes sociales durante horas de trabajo habrá un aumento considerable de la productividad. Por el otro lado, un número creciente de negocios se benefician precisamente de los límites borrosos entre el trabajo y la vida privada, al estar disponible las 24 horas del día los 7 días de la semana, en condiciones precarias que hacen al acceso permanente un prerrequisito, y a estar offline un asunto potencialmente peligroso. Para ponerlo en palabras de Stiegler: el aplicativo que nos engancha también nos liberará[27]. ¿Debería la temprana demanda de ‘acceso para todos’ simplemente ser replicada con e ‘derecho a la desconexión’? ¿Podemos movernos más allá de esa dicotomía?[28] Las redes sociales sociales existentes carecen de arrogancia, estilo y enigma. Es su mentalidad mezquina, deshonesta y de hacer las cosas a nuestras espaldas la que tiene que ser atacada. Para superar el inevitable romanticismo offline, podríamos preguntarnos: ¿cuál es la información vital[29] para nosotros, cómo puede llegar a nosotros de manera independiente, a través de varios filtros y en qué medida aceptamos demoras incorporadas? ¿Puede la información vital hacer un “air gap” y llegar a nosotros, incluso cuando no estamos presentes en las redes?[30] ¿Cómo podemos organizar nuestra vida social de tal modo? Offline u online, lo que cuenta es cómo escapamos de una vida calculada, juntos. Fue divertido mientras duró, pero ahora estamos avanzando.
(Gracias a Miriam Rasch, Michael Dieter, Caroline Nevejan, Franco Berardi, Ned Rossiter, Andreas Kallfelz y Ed Graham).
[1] Twitter, 11 de julio del 2017.
[2] https://www.axios.com/sean-parker-unloads-on-facebook-2508036343.html.
[3] https://www.theguardian.com/technology/2017/oct/05/smartphone-addiction-silicon-valley-dystopia.
[4] https://www.theverge.com/2017/12/11/16761016/former-facebook-exec-ripping-apart-society.
[5] Heinrich Geiselberger, El Gran Retroceso, Seix Barral, Madrid, 2017. (Originalmente en alemán publicado por Suhrkamp Verlag, 2017). El término “fatiga democrática” es el título del ensayo inicial, por Arjun Appadurai. El término “gran retroceso” hace referencia a la creciente disparidad en el ingreso en Occidente desde los 80. Esta antología fue una iniciativa del editor de Suhrkamp Heinrich Geiselberger, que trataba de idear una respuesta internacional a Donald Trump, Brexit y el auge de los populismos de derecha en Europa. El libro fue traducido a 14 idiomas.
[6] Eva Illouz, Por qué duele el amor: una explicación sociológica, Katz, Buenos Aires, 2012, p. 132.
[7] Hans Schnitzler. Kleine filosofie van de digitale onthouding, De Bezige Bij, Amsterdam, 2017.
[8] Título de una “feria tecnológica” en Seúl: http://www.artsonje.org/en/abetterversionofyou/.
[9] Un ejemplo desde el mundo de las artes sería la exhibición “Todos somos adictos ahora” en Furtherfield, Londres: https://www.furtherfield.org/events/are-we-all-addicts-now/.
[10]https://www.reddit.com/r/Showerthoughts/comments/7dki8w/surfing_the_web_has_become_like_watching_tv_back/.
11 Uso aquí el concepto de interpasividad en un sentido de medios tecnológicos, un poco diferente a Robert Pfaller, que definió el término como “goce delegado” y “huir del placer”. En mi definición, la interpasividad expresa el movimiento dialéctico de ida y vuelta , después del giro visual de la Web. En términos cronológicos, el modo de ver, navegar y desplazarse basado en la recomendación por algoritmos, encapsulado dentro de la ecología de las redes sociales, puede ser visto como un sucesor del consumo pasivo de canales limitados en la posguerra, seguido del modo de ver comprometido durante la era del cable y la televisión por satélite (como teorizaron los estudios culturales) y el empoderamiento de la interactividad del usuario durante los 90s (la nueva era de los medios) . Ver: Robert Pfaller, On the Pleasure Principle in Culture, Illusions Without Owners, Verso Books. Londres / Nueva York, 2014, p. 18.
[12] https://jameshfisher.com/2017/11/08/i-hate-telephones.
[13] Sherry Turkle, Reclaiming Conversation, The Power of Talk in a Digital Age, Penguin Press, Londres / Nueva York, 2015.
[14] http://knowyourmeme.com/memes/distracted-boyfriend.
[15] Ver también el tema relacionado sobre las “confirmaciones de lectura” https://www.dailydot.com/irl/swipe-this-read-receipts/.
[16] Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso, Siglo XXI, Buenos Aires, 2008, p. 139.
[17] https://en.wikipedia.org/wiki/Daydream.
[18] Wendy Chun, Updating to Remain the Same, The MIT Press, Cambridge (Massachusetts), 2017, p. 1.
[19] Idem, p. 6.
[20] Idem, p. 12.
[21] Mark Greif, Against Everything, On Dishonest Times, Verso Books, Londres/New York, 2016, p. 225.
[22] http://www.enfriamientosocial.com/
[23] Petra Löffler, Verteilte Aufmerksamkeit, Eine Mediengeschichte der Zerstreuung, Diaphanes, Zurich-Berlin, 2014. Un resumen del libro y una entrevista realizada por mí a la autora pueden encontrarse aquí, en inglés: https://necsus-ejms.org/the-aesthetics-of-dispersed-attention-an-interview-with-german-media-theorist-petra-loffler/.
[24] Rob Horning: “La distracción ya no es una mitigación del tedio, sino un metrónomo”: https://thenewinquiry.com/blog/ordinary-boredom/.
[25] http://www.forharriet.com/2017/09/self-care-after-incense-burns-out.html.
[26] Intercambio de emails, 12 de diciembre del 2017.
[27] En términos de Gerald Moore: “la misma droga que, cuando es consumida en un ambiente tóxico, nos embarra en toxicidad, puede en diferentes circunstancias permitirnos proyectar visiones de transformación del ambiente. De allí se sigue que la clave para la terapia, de seguro, es construir fármacos que faciliten y no que inhiban la construcción de alternativas”. Citado de: http://pharmakon.fr/wordpress/on-the-pharmacology-of-the-dopamine-system-fetish-and-sacrifice-in-an-%e2%80%98addictogenic-society%e2%80%99-gerald-moore/.
[28] Revisar la entrevista con Pepita Hesselberth: http://blogs.cim.warwick.ac.uk/outofdata/2017/06/01/on-disconnection/.
[29] El término “información vital” ha sido definido en el contexto del Seropositive Ball de 1990 y fue elaborado luego por la directora científica de la Ciudad de Amsterdam Caroline Nevejan. “Por ‘vital’ me refiero a información que sostenga a un individuo en sus circunstancias específicas. (…) Para que la información sea vital tiene que hacer referencia a nuestra presencia natural física o socialmente. La presencia mediada, que genera la información vital, tendrá también en última instancia este efecto. (…) Es información que importa desde la perspectiva del receptor”. Caroline Nevejan, Presence and the Design of Trust (University of Amsterdam PhD), 2007, p. 174-176. URL: http://www.being-here.net/page/375/vital-information.
[30] Caroline Nevejan me escribió: “El otro día, no me dijeron que una persona en nuestro vecindario había fallecido. Fue anunciado en Facebook, que no reviso, por lo que me perdí de ir al funeral. Quisiera haber sabido, alguien podría haberme llamado. Empero, cuando se me confronta con la opción de engancharme con Facebook y sus similares, elijo no hacerlo y aceptar que me perderé de cosas. Si alguna vez necesito las redes sociales para obtener mi información vital, me engancharé. Mientras más tiempo pueda posponerlo, mejor: acepto el daño colateral que causa mi no participación” (email, 11 de diciembre del 2017).