Boris Groys
La Verdad del Arte
Originalmente aparecido en E-Flux bajo el título “The Truth of Art”.
Traducción por Matheus Calderón. Marzo, 2016.
La pregunta central a realizar sobre el arte es esta: ¿es el arte capaz de ser un medio de verdad? Esta pregunta es central a la existencia y supervivencia del arte porque si el arte no puede ser un medio de verdad, entonces el arte es solamente una cuestión de gustos. Uno tiene que aceptar la verdad incluso si a uno no le gusta el arte. Pero si el arte es solamente una cuestión de gustos, entonces el espectador del arte se vuelve más importante que aquel que produce arte. En este caso, el arte puede ser tratada de forma meramente sociológica o, en términos del mercado del arte, no tiene independencia ni poder. El arte se vuelve idéntico al diseño.
Ahora, hay diferentes formas en las que podemos hablar de arte como un medio de verdad. Permítaseme tomar una de estas formas. Nuestro mundo está dominado por grandes colectivos: estados, partidos políticos, corporaciones, comunidades científicas, y así. Dentro de estos colectivos, los individuos no pueden experimentar las posibilidades y limitaciones de sus propias acciones –estas acciones se asimilan a las actividades del colectivo. Sin embargo, nuestro sistema artístico está basado en la presuposición de que la responsabilidad de producir este o aquél objeto artístico individual, o realizar tal o cual acción artística, corresponde a un artista individual por sí solo. Así, en nuestro mundo contemporáneo el arte es el único campo reconocible de responsabilidad personal. Hay, por supuesto, un campo no reconocible de responsabilidad personal: el campo de las acciones criminales. La analogía entre arte y crimen tiene una historia bastante larga. No entraré en ella. Hoy me gustaría, en cambio, realizar la siguiente pregunta: ¿hasta qué nivel y en qué forma pueden los individuos esperar a cambiar el mundo en el que viven? Permitámonos observar el arte como un campo en el que los intentos de cambiar el mundo son regularmente iniciados por artistas y ver cómo estos intentos funcionan. En el marco de este texto, no estoy demasiado interesado en los resultados de estos intentos, sino más bien en las estrategias que los artistas usan para realizarlos.
En efecto, si los artistas quieren cambiar el mundo, surge la siguiente pregunta: ¿en qué forma es el arte capaz de influir en el mundo en el que vivimos? Básicamente hay dos posibles respuestas a esta pregunta. La primera respuesta: el arte puede cautivar la imaginación y cambiar la conciencia de la gente. Si la conciencia de la gente cambia, entonces la gente que ha cambiado también cambiará el mundo en el que viven. Aquí el arte es entendida como un tipo de lenguaje que le permite a los artistas enviar un mensaje. Y este mensaje, su intención es entrar a las almas de los recipientes, cambiar su sensibilidad, sus actitudes, sus éticas. Es, digámoslo, un entendimiento idealístico del arte –similar a nuestro entendimiento de la religión y su impacto en el mundo.
Sin embargo, para ser capaz de enviar un mensaje, el artista o la artista tiene que compartir el lenguaje que su audiencia habla. Las estatuas en los antiguos templos fueron asumidas como encarnaciones de los dioses: eran reverenciadas, uno se arrodillaba ante ellas en oración y suplicación, uno esperaba ayuda de ellas y temía su ira y la amenaza de castigo. De manera similar, la veneración de íconos tiene una larga historia dentro del Cristianismo –incluso si Dios se considera como un ser no visible. Aquí el lenguaje común tiene su origen en la tradición religiosa común.
No obstante, ningún artista moderno puede esperar que alguien se arrodille ante su trabajo en oración, busque asistencia práctica de él, o lo use para salvar el peligro. Al comienzo del siglo XIX, Hegel diagnosticó esta pérdida de una fe común en la encarnación, las divinidades visibles como una razón para que el arte perdiera su verdad: para Hegel, la verdad del arte se volvió una cosa del pasado. (El habla sobre sobre pinturas, en referencia a las viejas religiones vs la ley invisible, la razón, y la ciencia que rige sobre el mundo moderno). Por supuesto, en el curso de la modernidad muchos artistas modernos y contemporáneos han tratado de recobrar un lenguaje común con su audiencia por medio de un compromiso político o ideológico de alguno u otro tipo. La comunidad religiosa fue reemplazada así por un movimiento político en el que tanto artistas como sus audiencias participaban.
Sin embargo, el arte, para ser políticamente efectivo, para ser capaz de ser usada como propaganda, tiene que gustar al público. Pero la comunidad que es construida sobre la base del encuentro de ciertos proyectos artísticos buenos y disfrutables no es necesariamente una comunidad transformadora –una comunidad que puede verdaderamente cambiar el mundo. Sabemos que para ser considerado como verdaderamente bueno (innovador, radical, de avanzada), se espera que las obras de arte modernas sean rechazadas por sus contemporáneos: de otro modo, estas obras de arte caen bajo la sospecha de ser convencionales, banales, meramente orientadas a lo comercial. (Sabemos que los movimientos políticos progresistas eran frecuentemente culturalmente conservadores –y al final era esta dimensión conservadora la que prevalecía). Es por eso que los artistas contemporáneos no confían en el gusto del público. Y el público contemporáneo, de hecho, también desconfía de su propio gusto. Tendemos a pensar que el hecho de que nos guste una obra de arte podría significar que esta obra no es suficientemente buena –y el hecho de que no nos guste una obra de arte podría significar que esta obra es realmente buena. Kazimir Malevich creía que el más grande enemigo del artista es la sinceridad: los artistas nunca debería hacer lo que a ellos sinceramente les gusta, porque a ellos posiblemente les guste algo que es banal y artísticamente irrelevante. En efecto, las vanguardias artísticas no querían gustar. Y –lo que es más importante- no querían ser “entendidas”, no querían compartir el lenguaje que su audiencia hablaba. En consonancia, las vanguardias eran extremadamente escépticas sobre la posibilidad de influir en las almas del público y construir una comunidad de la ellas sería parte.
En este punto, la segunda posibilidad de cambiar el mundo por el arte entra en juego. Aquí el arte es entendida no como la producción de mensajes, sino más bien la producción de objetos. Incluso si los artistas y su audiencia no comparten un lenguaje, sí comparten el mundo material en el que viven. Como un tipo específico de tecnología, el arte no tiene la meta de cambiar el alma de sus espectadores. Más bien, cambia el mundo en el que estos espectadores, de hecho, viven –y al tratar de acomodar a los espectadores a las nuevas condiciones de su ambiente, ellos cambian sus sensibilidades y actitudes. Hablando en términos marxistas: el arte puede ser visto como parte de la superestructura o como parte de la base material. O, en otras palabras, el arte puede ser entendido como ideología o como tecnología. Las vanguardias artísticas radicales perseguían esta segunda forma –tecnológica- de transformación el mundo. Trataron de crear nuevas ambientes que cambiaran a la gente a través de su inserción en los mismos. En su forma más radical, este concepto fue perseguido por los movimientos de vanguardia de los años 20: el constructivismo ruso, la Bauhaus, De Stijl. El arte de la vanguardia no quería agradar por el pública tal y como era. La vanguardia quería crear un nuevo público para su arte. En efecto, si a uno se le compele a vivir en un nuevo circundante visual, uno empieza a reacomodar su propia sensibilidad y aprender a gustar de ello (la Torre Eiffel es un buen ejemplo). Así, el artista de vanguardia también quería construir una comunidad- pero no se veían a sí mismos como parte de esta comunidad. Compartían con sus audiencias un mundo- pero no un lenguaje.
Por supuesto, la vanguardia histórica en sí mismas fue una reacción a la tecnología moderna que cambió permanentemente y todavía cambia nuestro ambiente. Esta reacción fue ambigua. Los artistas sentían cierta afinidad con la artificialidad de mundo nuevo y tecnológico. Pero al mismo tiempo estaban irritados por la falta de dirección y propósito último que es característico del progreso tecnológico. (Marshall McLuhan: los artistas se mudaron de la Torre de Marfil a la Torre de Control). Esta meta fue entendida por la vanguardia como la sociedad política y estéticamente perfecta – como utopía, si uno está ya listo para usar esta palabra. Aquí la utopía no es nada más sino la última etapa del desarrollo histórico- una sociedad que no necesita de más cambio, que no presupone ningún progreso mayor. En otras palabras, la colaboración artística con el progreso tecnológico tiene la meta de detener este progreso.
Este conservadurismo –también puede ser un conservadurismo revolucionario- inherente al arte es en absoluto accidental. ¿Qué es el arte entonces? Si el arte es un tipo de tecnología, entonces el uso artístico de la tecnología es diferente de su uso no artístico. El progreso tecnológico está basado en un reemplazo permanente de las cosas viejas y obsoletas por cosas nuevas (y mejores). (No innovación, sino mejora –la innovación solo puede estar en el arte: el cuadrado negro). El arte como tecnología, al contrario, no es una tecnología de la mejora y el reemplazo, sino más bien de conservación y restauración –tecnología que trae los remanentes del pasado al presente y trae las cosas del presente al futuro. Es conocido que Martin Heidegger creía que en esta forma, la verdad del arte se recobraba: al detener el progreso tecnológico al menos por un momento, el arte puede revelar la verdad del mundo tecnológicamente definido y el destino de los humanos dentro de este mundo. No obstante, Heidegger también creía que esta revelación es sólo momentánea: en los siguientes momentos, el mundo que fue abierto por la obra de arte se vuelve a cerrar – y la obra de arte se vuelve una cosa ordinaria, que es tratada como tal por nuestras instituciones del arte. Heidegger echa por tierra este aspecto profano de la obra de arte como irrelevante, a cambio del entendimiento esencial, verdaderamente filosófico, del arte –porque para Heidegger es el espectador el que es el sujeto de tal entendimiento esencial y no el marchant o el curador de museo.
Y, en efecto, incluso si el visitante del museo ve las obras de arte como aisladas de la vida profana, práctica, el staff del museo nunca experimenta las obras de arte en esta forma sacralizada. El equipo del museo no contempla las obras de arte sino que regula los niveles de temperatura y humedad en los espacios del museo, restaura estas obras de arte, les remueve el polvo y la suciedad. Al lidiar con las obras de arte está la perspectiva del visitante del museo –pero también está la perspectiva de la señora de limpieza que limpia el espacio del museo como si limpiase cualquier otro espacio. La tecnología de conservación, restauración, y exhibición son tecnologías profanas –incluso si producen objetos de contemplación estética. Hay una vida profana dentro del museo –y es precisamente esta vida y práctica profana la que permite que los ítems del museo funcionen como objetos estéticos. El museo no necesita ya más profanación adicional, ningún esfuerzo adicional para convertir el arte en vida o la vida en arte- el museo está ya profanado y profanándose. El museo, como también el mercado de arte, trata a las obras de arte n como mensajes sino como objetos profanos.
Usualmente, esta vida profana del arte está velada del ojo público por los muros del museo. Por supuesto, al menos desde el comienzo de siglo XX el arte de la vanguardia artística trató de tematizar, de revelar la dimensión factual, material, profana, del arte. Sin embargo, la vanguardia nunca logró triunfar del todo en su búsqueda por lo real, porque la realidad del arte –su lado material que la vanguardia trató de tematizar- era permanentemente reestetizada, y estas tematizaciones han sido puestas bajo las condiciones estándar de la representación del arte. Esto mismo puede ser dicho de la crítica institucional, que también ha tratado de tematizar el lado factual, profano de las instituciones del arte. La crítica institucional se mantuvo también dentro de las instituciones del arte. Ahora, yo sostendría que esta situación ha cambiado en años recientes, debido a la Internet y al hecho de que la Internet ha reemplazado las instituciones tradicionales del arte como la plataforma principal para la distribución y producción del arte. La Internet tematiza precisamente la dimensión profana del arte. ¿Por qué? La respuesta a esta pregunta es bastante simple: en nuestro mundo contemporáneo la Internet es el lugar de producción y exposición del arte al mismo tiempo.
Esto representa un giro significativo de modos pasados de producción artística. Como he notado previamente:
«Tradicionalmente, el artista produjo una obra de arte en su estudio, escondido del ojo público, y luego exhibido como resultado, como producto –una obra de arte que acumulaba y recuperaba el tiempo de ausencia. Este tiempo de ausencia temporal es constitutivo de lo que llamamos el proceso creativo – de hecho, es precisamente eso a lo que llamamos proceso creativo.
André Breton cuenta la historia de un poeta francés que, cuando se iba a dormir, colocaba en su puerta una señal que decía: “Por favor, silencio –el poeta está trabajando”. Esta anécdota resume el entendimiento tradicional del trabajo creativo: el trabajo creativo es creativo justamente porque toma lugar fuera del control público –e incluso fuera del control consciente del autor. Este tiempo de ausencia podría durar días, meses, años –incluso toda una vida. Solo al final de este periodo de ausencia se esperaba que el autor presentara una obra (tal vez encontrada entre sus papeles de manera póstuma), que sería entonces aceptada como creativa justamente porque parecía emerger de la nada».
En otras palabras, el trabajo creativo es el trabajo que presupone la desincronización entre el tiempo del trabajo y el tiempo de exposición de los resultados de este trabajo. La razón no es que el artista haya cometido un crimen o tenga un secreto sucio que quiera conservar de la mirada de los otros. Para nosotros, la mirada de los otros es experimentada como una mirada malvada no cuando trata de penetrar en nuestros secretos y hacerlos transparentes (tal mirada penetrante es más bien halagadora y emocionante) sino cuando niega que tengamos secretos del todo, cuando nos reduce a lo que ve y registra –cuando la mirada de los otros nos banaliza, nos trivializa. (Sartre: el otro es el infierno, la mirada del otro niega nuestro proyecto. Lacan: el mirada –el ojo, eye- del otro es siempre una mirada perversa).
Hoy la situación ha cambiado. Los artistas contemporáneos trabajan usando la Internet – y también colocando su trabajo en la Internet. Las obras de arte de un artista particular pueden ser encontradas en la Internet cuando yo googleo el nombre de este artista –y estas se muestran en el contexto de otra información que encuentro en la Internet sobre este artista: biografía, otros trabajos, actividades políticas, reseñas críticas, detalles de la vida personal del artista, y así. Aquí no me refiero al sujeto autorial, ficcional, presuntamente vistiendo la obra de arte con sus intenciones y significados que deberían estar ser hermenéuticamente descifrados y revelados. Este sujeto autorial ya ha sido deconstruido y proclamado muerto muchas veces. Me refiero a la persona real que existe en la realidad off line, a la que la data de Internet se refiere. Este autor usa la Internet no solamente para producir arte, sino también para comprar boletos, hacer reservaciones de restaurantes, dirigir negocios, y así. Todas estas actividades toman lugar en el mismo espacio integrado de la Internet –y todas ellas son potencialmente accesibles a otros usuarios de Internet. Aquí la obra de arte se vuelve “real” y profana porque se vuelve integrada a la información sobre su autor como una persona real y profana. El arte es presentado en la Internet como un tipo específico de actividad: una documentación de un proceso de trabajo real que toma lugar en el mundo real y off line. En efecto, en la Internet el arte opera en el mismo espacio que el planeamiento militar, el negocio del turismo, los flujos de capital, y así: Google nos muestra, entre otras cosas, que no hay barreras en el espacio del Internet. Un usuario de Internet no cambia desde el uso diario de las cosas a su desinteresada contemplación –el usuario de Internet usa la información sobre el arte en la misma forma en la que él o ella usa la información sobre todas las otras cosas del mundo. Es como si todos nos convirtiéramos en el staff del museo o galería –con el arte siendo documentada explícitamente mientras toma lugar en el espacio unificado de las actividades profanas.
La palabra “documentación” es crucial aquí. Durante décadas recientes la documentación del arte ha sido más y más incluido en las exhibiciones de arte y museos de arte –junto a las tradicionales obras de arte. Pero este espacio siempre ha aparecido bastante problemático. Las obras de arte son arte- se demuestran inmediatamente como arte. Pueden ser así admiradas, experimentadas emocionalmente, y así. Pero la documentación del arte no es arte: se refiere meramente a un evento artístico, o exhibición, o instalación, o proyecto que asumimos ha ocurrido. La documentación del arte se refiere al arte pero no es arte. Por eso es que la documentación del arte puede ser reformada, reescrita, extendida, achicada, y así. Uno puede someter a la documentación artística a todas estas operaciones que están prohibidas en el caso de una obra de arte porque estas operaciones cambian la forma de una obra de arte. Y la forma de las obras de arte está institucionalmente garantizada porque solamente la forma garantiza la reproductibilidad y la identidad de esta obra de arte. Al contrario, la documentación puede ser cambiada a voluntad porque su identidad y reproductibilidad está garantizada por su referente “real”, externo y no por su forma. Pero incluso si la emergencia de la documentación del arte precede la emergencia de la Internet como un medio del arte, solamente la introducción de la Internet ha dado a la documentación del arte un lugar legítimo. (Aquí uno puede decir, como Benjamin notó: montaje en el arte y el cine).
Mientras tanto, las instituciones del arte mismas han empezado a usar la Internet como espacio primario para su autorreproducción. Los museos ponen sus colecciones a muestra en la Internet. Y, por supuesto, los depositarios digitales de imágenes son mucho más compactos y mucho más baratos de mantener que los museos de arte tradicionales. Así, los museos son capaces de presentar partes de sus colecciones que usualmente son guardadas en los depósitos. Lo mismo puede ser dicho sobre las páginas webs de los artistas individuales –uno puede encontrar allí las representaciones plenas de lo que están haciendo. Es lo que los artistas usualmente muestran a los visitantes que llegan a sus estudios actualmente: si uno viene a un estudio a ver el trabajo de un artista particular, este artista usualmente saca una laptop en la mesa y muestra la documentación de sus actividades, incluyendo la producción de obras de arte pero también su participación en proyectos de largo plazo, instalaciones temporales, intervenciones urbanas, acciones políticas y así. La obra actual del artista contemporáneo es su CV.
Hoy en día, los artistas –tal y como otros individuos u organizaciones- tratan de escapar a la visibilidad total creando sistemas sofisticados de contraseñas y protección de datos. Como he señalado en el pasado respecto a la vigilancia:
Hoy, la subjetividad se ha vuelto una construcción técnica: el sujeto contemporáneo está definido como el poseedor de una serie de contraseñas que él o ella conocen –y que otras personas no. El sujeto contemporáneo es, principalmente, el guardador de un secreto. En algún sentido, esta es una definición bastante tradicional: el sujeto fue hace mucho definido como aquel que sabía algo sobre que sí que solamente Dios sabía, algo que otra gente no podía saber porque estaban ontológicamente prevenidos de “leer los pensamientos”. Hoy, sin embargo, ser un sujeto tiene menos que ver con una protección ontológica, y más que ver con secretos protegidos técnicamente. La Internet es el lugar donde el sujeto es originalmente constituido como un sujeto transparente y observable – y solamente luego empieza a ser técnicamente protegido con el fin de esconder el secreto originalmente revelado. No obstante, toda protección técnica puede ser rota. Hoy el hermeneutiker se ha vuelto el hacker. La Internet contemporánea es un lugar de guerras cibernéticas en la que el premio es el secreto. Y saber el secreto es controlar al sujeto constituido por ese secreto – y las guerras cibernéticas son las guerras de esta subjetivación y desubjetivación. Pero estas guerras solamente pueden tomar lugar porque la Internet es originalmente el espacio de la transparencia.
Los resultados de la vigilancia son vendidos por las corporaciones que controlan la Internet porque ellas poseen los medios de producción, la base material-técnica de la Internet. Uno no debería olvidar que la Internet se posee de manera privada. Y su ganancia viene más que nada de publicidad focalizada. Esto lleva a un fenómeno interesante: la monetarización de la hermenéutica. La hermenéutica clásica, que buscaba al autor detrás de la obra, era criticada por los teóricos del estructuralismo, el close reading, y así, que pensaban que no tenía sentido perseguir secretos ontológicos que son inaccesibles por definición. Hoy en día, esa vieja, tradicional hermenéutica ha renacido como medio de explotar económicamente a los sujetos que operan en la Internet, donde todos los secretos son presuntamente revelados. El sujeto aquí ya no está más oculto detrás de su trabajo. El plusvalor que tal sujeto produce y que es apropiado por las corporaciones de la Internet es el valor hermenéutico: el sujeto no solamente realiza algo en la Internet, sino que se revela a sí mismo como un ser humano con ciertos intereses, deseos y necesidades. La monetarización de la hermenéutica clásica es uno de los procesos más interesantes que ha emergido en décadas recientes. El artista es interesado no como productor sino como consumidor. La producción artística por un proveedor de contenido es sólo un medio de anticipar el futuro comportamiento de consumo de este mismo proveedor de contenido- y es esta anticipación por sí sola la que es relevante aquí, porque conlleva una ganancia económica.
Pero aquí emerge la siguiente pregunta: ¿quién es el espectador en la Internet? El individuo-ser humano no puede ser tal espectador. Pero la Internet tampoco necesita a Dios como un espectador –la Internet es grande pero finita. De hecho, sabemos quién es el espectador en la Internet: es el algoritmo –como los algoritmos usados por Google y la NSA.
Pero ahora permítaseme volver a la pregunta inicial concerniente a la verdad del arte – entendida como la demostración de las posibilidades y limitaciones de las acciones de un individuo en el mundo. Antes había discutido las estrategias artísticas diseñadas para influir en el mundo: por persuasión o por acomodo. Ambas estrategias presuponen lo que puede ser llamado el excedente de la visión del lado del artista –en comparación con el horizonte de su audiencia. Tradicionalmente, se le consideró al artista como una persona extraordinaria que era capaz de ver lo que la gente “normal, promedio” no podía ver. Este excedente de visión presuntamente se podía comunicar a la audiencia a través del poder de la imagen o por la fuerza del cambio tecnológico. No obstante, bajo las condiciones de la Internet, el excedente de visión está del lado del algoritmo de la mirada – y ya no más del lado del artista. Esta mirada observa al artista, pero se mantiene invisible para él (al menos en tanto el artista no empiece a crear algoritmos – que cambiarán la actividad artística porque ellos son invisibles –pero crearán solamente visibilidad). Tal vez los artistas pueden todavía ver más que los seres humanos ordinarios –pero ellos ven menos que el algoritmo. Los artistas pierden su posición extraordinaria –pero esta pérdida es compensada: en vez de ser extraordinario, el artista se vuelve paradigmático, ejemplar, representativo.
En efecto, la emergencia de la Internet lleva a una explosión de producción artística en masa. En décadas recientes la práctica artística se ha vuelta tan difundida como lo estaba, antes que ella, solamente la religión y la política. Hoy vivimos en tiempos de producción de arte masiva, antes que en tiempos de consumo de arte masivo. Los medios contemporáneos de producción de imagen, tal como la fotografía y las videocámaras, son relativamente baratas y universalmente accesibles. Las plataformas de Internet contemporáneas y las redes sociales como Facebook, YouTube, e Instagram permiten a las poblaciones alrededor del globo hacer sus fotografías, videos, y textos accesibles universalmente – evitando el control y la censura de las instituciones tradicionales. Al mismo tiempo, el diseño contemporáneo hace posible por las mismas poblaciones el dar forma y experimentar sus departamentos o talleres como instalaciones artísticas. Y las dietas, el fitness y la cirugía cosmética les permiten formar sus cuerpos como objetos de arte. En nuestros tiempos, casi todo el mundo toma fotografías, hace videos, escribe textos, documenta sus actividades – y luego pone la documentación en la Internet. En épocas pasadas, hablábamos de consumo cultural masivo, pero hoy tenemos que hablar de producción cultural masiva. Bajo la condición de la modernidad el artista era una figura rara, extraña. Hoy no hay nadie que no esté involucrado en actividades artísticas de algún tipo.
Así, hoy en día todo el mundo está involucrado en un juego complicado con la mirada del otro. Es este juego el que es paradigmático de nuestra época, pero todavía no conocemos sus reglas. El arte profesional, no obstante, mantiene una larga historia con este juego. Los poetas y artistas el periodo romántico ya empezaban a ver sus propias vidas como obras de arte. Nietszche decía en su Origen de la Tragedia que ser una obra de arte es mejor que ser un artista. (Devenir objeto es mejor que devenir sujeto –ser admirado es mejor que admirar). Podemos leer los textos de Baudelaire sobre la estrategia de seducción, y podemos leer a Roger Caillois y a Jacques Lacan sobre la mímica de lo peligroso o sobre tentar la mirada perversa del otro hacia una trampa por medio del arte. Por supuesto, uno puede decir que el algoritmo puede ser seducido o asustado. Sin embargo, eso no es lo que está en juego realmente aquí.
La práctica artística se entiende usualmente como una práctica individual y personal. ¿Pero qué significa realmente individual o personal? Lo individual es frecuentemente entendido como algo diferente de los otros. (En una sociedad totalitaria, todo el mundo es similar. En una sociedad democrática y pluralista, todo el mundo es diferente –y respetado como diferente). No obstante, aquí el punto es no tanto la diferencia de uno frente a los otros, sino la diferencia de uno frente a uno mismo –el rechazo a ser identificado de acuerdo al criterio general de identificación. En efecto, los parámetros que definen nuestra identidad nominal, socialmente codificados, son ajenos a nosotros. No hemos elegido nuestros nombres, no hemos sido conscientemente presentados en la fecha y lugar de nuestro nacimiento, no hemos elegido a nuestros padres, nuestra nacionalidad, y así. Todos estos parámetros externos de nuestra personalidad no se correlacionan con ninguna evidencia subjetiva que poseamos. Solamente indican como los otros nos ven.
Ya desde hace mucho tiempo los artistas practicaban una revuelta en contra de las identidades que eran impuestas a ellos por otros –por la sociedad, el Estado, las escuelas, los padres. Afirmaron el derecho de la autoidentificación soberana. Desafiaron las expectativas relacionadas al rol social del arte, del profesionalismo artístico, y de la calidad estética. Pero también minaron las identidades culturales y nacionales que estaban adscritas a ellas. El arte moderno se entendió a sí mismo como una búsqueda por el “verdadero yo”. Aquí la cuestión es si el verdadero yo es real o una mera ficción metafísica. La cuestión de la identidad no es una cuestión de verdad sino una cuestión de poder: ¿quién tiene el poder sobre mi propia identidad –yo mismo o la sociedad? Y, de manera más: ¿quién ejerce control y soberanía sobre la taxonomía social, los mecanismos sociales de identificación –las instituciones estatales o yo mismo? La lucha en contra de mi propia persona pública e identidad nominal en nombre de mi persona soberana o identidad soberana también tiene una dimensión pública y política porque está dirigida contra los mecanismos dominantes de identificación – la taxonomía social dominante, con todas sus divisiones y jerarquías. Más tarde, estos artistas en su mayoría renunciaron a esta búsqueda por el verdadero, escondido “yo”. En vez, empezaron a usar sus identidades nominales como ready mades– -y a organizar una puesta complicada con ellos. Pero esta estrategia todavía presupone una desidentificación de las identidades nominales, socialmente codificadas –con la meta de manipularlas, transformarlas, y reapropiarlas de manera artística. La política del arte moderno y contemporáneo es la política de la no identidad. El arte le dice a su espectador: no soy lo que crees que soy (en marcado contraste con el “Yo soy el que soy”). El deseo por la no identidad es, de hecho, un deseo genuinamente humano – los animales aceptan su identidad pero los animales humanos no. Es en este sentido que podemos hablar de la función paradigmática, representativa, del arte y el artista.
El sistema tradicional del museo es ambivalente en relación al deseo de no identidad. Por un lado, el museo ofrece al artista un chance de trascender su propio tiempo, con todas sus taxonomías e identidades nominales. El museo promete llevar consigo el trabajo del artista al futuro. No obstante, el museo traiciona esta promesa al momento en el que la cumple. La obra del artista pervive en el futuro –pero su identidad nominal se reimpone en su trabajo. En el catálogo del museo todavía leemos el nombre del artista, su fecha y lugar de nacimiento, y así. (Es por ello que el arte moderno quería destruir el museo).
Concluiré diciendo algo bueno acerca de la Internet. La Internet está organizada de un modo menos historicista que las bibliotecas y museos tradicionales. El aspecto más interesante de la Internet como archivo es precisamente las posibilidades de descontextualización y recontextualización a través de operaciones de copia y pega que la Internet ofrece a sus usuarios. Hoy en día estamos más interesados en el deseo de no identidad que lleva a los artistas fuera de sus contextos históricos que en estos contextos por sí mismos. Y me parece que la Internet nos da más oportunidades de seguir y entender las estrategias artísticas de no identidad que los archivos e instituciones tradicionales.