Bruno Bosteels
El comunismo es la memoria humana de lo que aún no ha sucedido. En este sentido, recuerda a un sueño –nunca sabes cuándo el idilio puede convertirse en pesadilla.
— Oxana Timofeeva, «Unconscious Desire for Communism»
El despertar inminente está envenenado, como el caballo de madera de los griegos, en la Troya de los sueños.
— Walter Benjamin, The Arcades Project
Este estómago es como algún monstruoso caballo troyano que provee los fundamentos para la fantasía de un conocimiento de la totalidad. No obstante, es claro que su función implica que algo viene y lo ataca desde afuera, de otra manera nada alguna vez emergerá de él. Y Troya nunca será tomada.
— Jacques Lacan, The Other Side of Psychoanalysis
Teoría y práctica reconsiderada
Desde hace mucho tiempo, los filósofos han estado en busca de una unidad o fusión entre la teoría y la práctica. Desde la tardía reflexión de Immanuel Kant en “Sobre el dicho popular: puede que sea correcto en la teoría pero no vale en la práctica”, inspirado por la aserción frecuente (realizada por tanto críticos como entusiastas) de que la Revolución Francesa fue causada por los “ideales vacíos y los sueños filosóficos” de la metafísica de Rousseau, hasta la acuñación -por parte de Louis Althusser- de la frase “práctica teórica” como una forma de cerrar la brecha entre ambas, podríamos incluso argumentar que esta búsqueda define la esencia de la filosofía moderna como tal, en tanto evidencia una íntima añoranza de la que el acto de filosofar no puede ser separado. Pero la presencia de tal anhelo no se limita solamente a la actividad filosófica. Cierto lo es también para otras actividades. Kant mismo se refiere a las teorías médicas o físicas elaboradas, no obstante qué tan mínima o asistemáticamente, por doctores, artilleros o ingenieros, al desenvolverse en su vida diaria; y, en el reino del juicio moral o de las decisiones éticas, cuando una teoría está basada en el concepto del deber, que es el único ámbito al que Kant se refiere en este texto, él insiste en la inevitabilidad de tomar en cuenta los efectos de la teoría sobre la experiencia práctica. “Pues no sería un deber intentar cierto efecto de nuestra voluntad, si ese efecto no fuera también posible en la experiencia (sea ese efecto pensado como consumado, o como aproximándose constantemente a su consumación)”. Ya completado o atrapado en la afinitud de un acercamiento asintótico, esto también va a mostrar que el anhelo en cuestión no es solo sobre cómo la teoría se convierte en práctica, sino también cómo la práctica reconoce sus propias implicancias teóricas. Un joven Karl Marx ya reconoció esta como una de las metas de su crítica a la Filosofía del Derecho de Hegel: “No es suficiente que el pensamiento busque realizarse a sí mismo, la realidad debe además esmerarse a través del pensamiento”.
Asimismo, cuando Althusser habla en términos de la pratique théorique en sus trabajos canónicos de 1965, que son compilados en los ensayos de Para Marx y el proyecto colectivo de Para leer el Capital, su meta es, al menos, doble: por un lado, está tratando de inscribir la teoría dentro de un conjunto más grande de prácticas sociales, incluyendo pero no limitado a la práctica política, científica, económica y artística; pero, por otro lado, ver a la teoría como una forma de práctica también significa extraer la noción de teoría misma de la añeja dialéctica entre teoría y práctica. Un año después, en 1966, Michel Foucault señalaría el mismo punto, que todo pensamiento, desde el inicio, ya es un acto: “Apenas funciona, (el pensamiento) ofende o reconcilia, atrae o repele, rompe, disocia, une o reúne; no puede evitar sino liberar y esclavizar. Incluso antes de prescribir, sugerir un futuro, decir lo que se debe hacer, incluso antes de exhortar o de meramente hacer sonar una alarma, el pensamiento, al nivel de su existencia, en su propio amanecer, es, en sí mismo, una acción –un acto arriesgado”.
De modo opuesto, cuando pronto después de eso el intelectual mexicano José Revueltas habla sobre los eventos de 1968, en una carta abierta a los camaradas en Francia, en términos en los que ellos constituyen un acto teórico; él está aludiendo al hecho de que movimientos políticos tales como los levantamientos estudiantiles populares de aquel año, tanto en Francia y México simultáneamente, representan un paso significativo en el entendimiento teórico de las luchas en contra del Estado moderno: “El Movimiento de 1968 fue esencialmente un acto teórico, una acción teórica. ¿Qué se quiere decir con esto y que, por otra parte, tiene una enorme importancia? Ante todo no se trata de desvalorizar la teoría subordinándola al practicismo y al activismo cegatones y vacíos de contenido. Tampoco se trata de afirmar que la teoría se haga en la calle – como piensan algunos- y nazca de la turbamulta. En breve, no solo es teoría un tipo de práctica entre otras, sino que inmanente a toda práctica innovativa, siempre hay elementos de teoría. De hecho, mucho de esto debería haber sido evidente ya desde la definición kantiana de ambos términos, una definición en la que ninguna teoría escapa a ser sobredeterminada por una multitud de condiciones concretas y toda práctica depende de la observancia de principios generales del pensamiento: “Un conjunto de reglas, incluso de reglas prácticas, es llamado teoría si aquellas reglas son pensadas como principios que poseen cierta generalidad, de modo que la abstracción se hace desde una multitud de condiciones que aún tienen una influencia necesaria en su aplicación. Por el contrario, no se llama práctica a cualquier manipulación, sino sólo a aquella realización de un fin que sea pensada como el cumplimiento de ciertos principios representados con universalidad”.
Y aun así, ya sea que hablemos de la derivación de la práctica correcta desde la teoría correcta, sobre la aplicación concreta de una idea abstracta, sobre el aspecto práctico de toda teoría, o incluso sobre la presencia de actos teóricos inmanentes a las luchas políticas a la mano, todas estas formulaciones en años más recientes han sido objeto de fuertes ataques por presuntamente seguir un patrón metafísico demasiado familiar, en el que lo real es solo la realización del ideal y la vara de medida para evaluar el ideal es solo siempre su capacidad de convertirse en real. “Este, entonces, es el argumento: en las respuestas que tradicionalmente fueron aportadas a la cuestión del actuar (el ¿qué hacer?), los filósofos, en efecto, pudieron apoyarse, de una u otra manera, en algún primero numénico cuya función fundadora estaba asegurada por una doctrina de los principios últimos, llámeseles ontología u otra cosa Sin importar que el problema del actuar estuviera planteado a la manera de los griegos (“¿Cuál es la mejor vida?”), de los medievales (“¿Cuáles son los actos naturalmente humanos?”) o la de los modernos (“¿Qué debo hacer?”), las respuestas dadas siempre han recibido de una ciencia referencial sus esquemas de pensamiento y una buena parte de su contenido”, señala Reiner Schürmann en la página de apertura de su libro Le Principe d’anarchie (traducido al español como El principio de la anarquía). Pero hoy, en la era de la presunta clausura de la metafísica, todas aquellas derivaciones de la práctica desde una fundación teórica deben ser desmanteladas, interrumpidas, y rechazadas: “Ahora bien, la deconstrucción de la metafísica sitúa históricamente lo que ha sido tenido como fundamento numénico, como incorruptible. De este modo, clausura tanto la era de las filosofías prácticas, derivadas de una filosofía primera, como la era de las metafísicas especiales que dividen la metafísica general”.
Lejos de apoyarse en ya sea el ideal de una posible fusión entre la teoría y la práctica, o la derivación ético política de una desde la otra, la filosofía –de acuerdo a esta línea de razonamiento, estaría mucho mejor al asumir no solo la impredictibilidad de sus efectos ulteriores en lo real, sino también la imposibilidad de dominar plenamente las presuposiciones previas que efectivamente condicionan al trabajo filosófico en primer lugar. Realizar esta asunción, entonces, requiere mantener una brecha incalculable entre la teoría y la práctica, sin que por ello se retrocede al Viejo esquema del retraso de la razón especulativa respecto a los eventos de la historia efectiva, el modelo del búho de Minerva alzando vuelo solo al crepúsculo, como decía Hegel.
En lo que resta, no obstante, lejos de pretender agotar el pleno rango de argumentos filosóficos a favor o en contra de la unidad de la teoría y la práctica, propongo leer el destino de esta problemática más específicamente al rastrear su genealogía a través de los diferentes usos y llamados de una sola imagen onírica, prestada del joven Marx. En efecto, me atrevería a decir que en la heterogénea recepción de la imagen genérica marxista de “el sueño de algo” (Il sogno di una cosa, como Pier Paolo Pasolini elegiría como título de su novela semiautobiográfica, escrita entre 1949 y 1950, pero publicada solo en 1962, y que da testimonio de su experiencia juvenil entre los campesinos pobres en la región italiana de Friuli), podemos encontrar encapsulada una historia sucinta de las esperanzas y decepciones, pero también de las victorias y las crisis del pensamiento del siglo XX en esta tensa relación con la Izquierda.
Sólo un sueño
En una carta a Arnold Ruge para los Deutsch –Französiche Jahrbücher (Anales francoalemanes), firmada en Kreuznach en el mes de septiembre de 1843, Marx define la tarea ante él y sus colaboradores – los jóvenes izquierdistas hegelianos de quien está a punto de separarse tras su llegada a París, donde descubrirá el rol revolucionario del proletariado – declarándose abiertamente antidogmático. “No solo se ha instalado un estado de anarquía general entre los reformistas, sino que todos deberán admitir que no tienen idea exacta de lo que ocurrirá en el futuro. Por otro lado, es precisamente una ventaja de la nueva tendencia la de no anticipar dogmáticamente el mundo sino la de solo querer encontrar el nuevo mundo a través de la crítica del que nos precede”, señala Marx a Ruge. “En ese caso, no nos enfrentamos al mundo en actitud doctrinaria con un nuevo principio: ¡Esta es la verdad, arrodíllense ante ella! Desarrollamos nuevos principios para el mundo sobre la base de los propios principios del mundo. No le decimos al mundo: «Termina con tus luchas, pues son estúpidas; te daremos la verdadera consigna de lucha». Nos limitamos a mostrarle al mundo por qué está luchando en verdad, y la conciencia es algo que tiene que adquirir, aunque no quiera”.
Subsecuentemente, Marx elabora la imagen de la ensoñación ideológica de la que la humanidad debe ser despertada para que así gane conciencia de lo que, hasta el momento, ha sido tan solo un sueño. “La reforma de la conciencia consiste solamente en hacer que el mundo sea consciente de su propia conciencia, en despertarlo de la ensoñación que tiene de sí mismo, de explicarle el significado de sus propias acciones”, añade. “Nuestro lema debe ser: la reforma de la conciencia, no por medio de dogmas, sino a través del análisis de la conciencia mística, ininteligible a sí misma, ya sea que se manifieste de forma religiosa o política. Luego, será evidente que el mundo ha estado soñando por mucho tiempo con la posesión de una cosa de la cual, para poseerla realmente, debe tener conciencia”.
Georg Lukács, en ese clásico del así llamado marxismo occidental que es Historia y Conciencia de clase, publicado originalmente en 1923, en dos ocasiones remite al pasaje de la carta de Marx a Ruge, como lo haría Guy Debord casi medio siglo después en La Sociedad del Espectáculo, esta vez en un típico détournement situacionista, sin señalar el pasaje como una cita de Marx.
Para Lukács, la imagen del sueño significa sobre todo traducir el hecho de que la conciencia, lejos de tener que ser importada desde el exterior, está activa dentro de cualquier situación dada. La conciencia revolucionaria, especialmente, trabaja al mismo nivel de lo real. “Solamente semejante relación entre la conciencia y la realidad hace posible la unidad entre la teoría y la práctica”, expresa Lukács en su ensayo “¿Qué es el marxismo ortodoxo?”, incluido en Historia y Conciencia de Clase, justo después de haber citado el fragmento sobre el sueño y su conciencia de la carta de Marx a Ruge. Lukács procede a desarrollar la imagen con una larga frase explicatoria:
“…cuando la toma de conciencia implica el paso decisivo que el proceso histórico debe dar en dirección de su término propio (término constituido por la voluntad humana, pero que no depende del libre arbitrio humano ni es una invención del espíritu humano); solamente cuando la función histórica de la teoría consiste en hacer posible prácticamente ese paso; cuando está dada una situación histórica en la cual el conocimiento exacto de la sociedad deviene, para una clase, la condición inmediata de su autoafirmación en la lucha; cuando el conocimiento de sí misma significa, para esa clase, al propio tiempo el conocimiento correcto de toda la sociedad; cuando, para tal conocimiento esa clase es a la vez sujeto y objeto de ese conocimiento; en corto, solo cuando estas condiciones sean satisfechas , es cuando se hace posible la unidad de la teoría y la práctica, condición previa a la función revolucionaria de la teoría”.
Más tarde, en el ensayo “Conciencia de Clase”, Lukács cita otros fragmentos de la tercera de las cartas de Marx a Ruge como para puntualizar y subrayar la importancia de esta correspondencia como un todo integral: “En la correspondencia de 1843, Marx concibe ya la conciencia como algo inmanente a la evolución. La conciencia no está más allá de la evolución histórica real. No es el filósofo quien la introduce en el mundo; el filósofo no tiene, por tanto, derecho a lanzar una mirada arrogante sobre las pequeñas luchas del mundo y despreciarlas”, explica Lukács, mientras constantemente insiste en que este concepto de conciencia inmanente a lo real, que él detecta en la imagen del sueño en Marx, debe ser vista al mismo tiempo como un ajuste de cuentas no solo con Hegel y los jóvenes hegelianos, sino también con los comunistas utópicos. “Así es como se planteaba el fundamento filosófico que permite ajustar cuentas a los utopistas. Porque, en su modo de pensar, aparece la misma dualidad entre el movimiento social y la conciencia de ese movimiento. La conciencia sale de un más allá y se aproxima a la sociedad para apartarla del mal camino que ha seguido hasta entonces y llevarla por el bueno. La falta de desarrollo del movimiento proletario no les permite todavía a los utopistas captar el vehículo del desarrollo en la propia historia, en el modo en que el proletariado se organiza en clase, y por tanto en la conciencia de clase del proletariado”. Esta noción de desarrollo histórico a la que se apela aquí no debe ser malentendida. Lukács está lejos de repetir el presupuesto positivista de una evolución progresiva y linear, que sigue las “leyes” objetivas de la naturaleza. Más bien lo contrario: cuando en el ensayo “Legalidad e ilegalidad” hacia el final de la Historio y Conciencia de Clase trae una vez más la imagen del sueño y su despertar de la conciencia en Marx, es precisamente para confirmar la necesidad de lo revolucionario como opuesto a la hipótesis linear-evolucionaria. “Porque determina la esencia del proceso (en oposición a los síntomas y las manifestaciones exteriores), porque muestra su tendencia decisiva, orientada hacia el futuro (en oposición a los fenómenos efímeros), el marxismo es la teoría de la revolución”, concluye Lukács. Y aun más:
Cuando el joven Marx se fijaba como programa la «reforma de la conciencia» se anticipaba así a la esencia de su actividad ulterior. Su concepción no es utópica, pues parte de un proceso que se desenvuelve efectivamente y no quiere poner frente a él «ideales», sino deducir su sentido implícito; debe, al mismo tiempo, superar esos datos efectivos y colocar la’ conciencia del proletariado frente al conocimiento de la esencia y no frente a la experiencia de los datos inmediatos. Esta liberación se cumple primero en forma de levantamientos efectivos contra las manifestaciones más opresivas del orden económico capitalista y su estado. Aislados en sí mismos y no pudiendo nunca, aun en caso de éxito, ser decisivamente victoriosos, esos combates no pueden llegar a ser realmente revolucionarios sino por la conciencia de su relación mutua y su relación con el proceso que empuja sin tregua al fin del capitalismo.
Muy bajo la influencia de su estudio en profundidad de la Historia y Conciencia de Clase, Guy Debord, también, repite la imagen del sueño desde Marx en su tratado de 1967 La Sociedad del Espectáculo, el que frecuentemente ha sido presentado, y de manera acertada, como el texto clave para entender la teoría crítica detrás de los eventos de Mayo del 68, y que incluso en su nueva edición de 1992 no ha tenido necesidad de ser modificado, de acuerdo a una declaración de su autor- que, está claro, nunca cedió ante el imperativo de la modestia: “Una teoría crítica del tipo que se presenta aquí no necesitaba cambios, no mientras, a cualquier nivel, las condiciones generales del largo periodo histórico que describió por primera vez con precisión siguen todavía intactas”. Después de citar Historia y Conciencia de Clase como un epígrafe a la segunda parte de su texto, titulado “La Comodidad como Espectáculo”, Debord también parece aludir a Lukács cuando, más tarde, repite la tesis marxista de la inmanencia de la conciencia en lo real. “Marx destruyó la posición separada de Hegel ante lo que sucede; y la contemplación de un agente supremo exterior, sea el que sea. La teoría no tiene que conocer más que lo que ella hace”, postula Debord. Y luego, tras una historia resumida de las diferentes formas de organización y sus deformaciones, desde la Segunda Internacional hasta el Estalinismo y el Fascismo, Debord propone que solo la forma de los concejos de trabajadores podrían todavía permitir la realización del sueño de Marx: “ Aquí el sujeto proletario puede emerger de su lucha contra la contemplación: su conciencia equivale a la organización práctica que ella se ha dado, porque esta misma conciencia es inseparable de la intervención coherente en la historia”. Entre otras cosas, una intervención tal debería además echar por tierra el tiempo espectacular de la comodidad, el tiempo de consume y producción incesante, con su pseudocíclicas unidades de vacaciones y supervivencia aumentada. “Bajo las modas aparentes que se anulan y recomponen en la superficie fútil del seudotiempo cíclico contemplado, el gran estilo de la época es siempre el que está orientado por la necesidad evidente y secreta de la revolución”, afirma Debord, justo antes de retornar una vez más a la imagen de Marx en la tercera carta a Ruge: “El mundo posee ya el sueño de un tiempo cuya conciencia tiene ahora que poseer para vivirlo realmente”.
El Ahora de la Reconocibilidad
A medio camino entre estas dos invocaciones casi literales a la carta de Marx a Ruge, por parte de Lukács y Debord, le corresponde a Walter Benjamin haber elaborado la imagen del sueño y el despertar de su conciencia como verdadero principio metodológico para su peculiar entendimiento del materialismo histórico.
Benjamin cita la carta a Ruge precisamente desde una famosa colección de escritos de juventud de Marx editada por Siegfried Landshut y Jacob Peter Mayer y publicado en 1932 bajo el título Der historische Materialismus: Die Frühschriften (Materalismo histórico: Los primeros escritos). La otra Fuente para el desarrollo de la imagen del sueño y su despertar viene a Benjamin desde la tradición del surrealism francés, a través de un diálogo crítico con André Breton y Louis Aragon. «La realización de los elementos del sueño en el transcurso del despertar es el canon de la dialéctica. Es paradigmático para el pensador y vinculante para el historiador», escribe Benjamin en la sección N de su Passagenwerk (The Arcades Project), titulado “Sobre la Teoría del Conocimiento, Teoría del Progresso”. Más específicamente, se pregunta so “¿Es el despertar quizás la síntesis de la consciencia onírica (como tesis) y la consciencia de la vigilia (como antítesis)? Entonces el momento del despertar será idéntico al “ahora de la reconocibilidad”, en la que las cosas asumen su verdadero rostro —surrealista—“. Este momento de verdad es comparable comparable a un “flash” surrealista, “esa revelación del ‘tiempo del ahora’ (Jetztzeit) de cognoscibilidad, que llega al “punto de ruptura” del despertar y que es “dialéctico al grado más alto”, sirviendo como el principal punto de referencia para lo que Benjamin llama la “imagen dialéctica”, auténtica piedra angular de su método en The Arcades Project en su integridad. “En la imagen dialéctica, lo que ha sido en una determinada época es siempre, simultáneamente, “lo que ha sido desde siempre. Como tal, empero, sólo aparece en cada caso a los ojos de una época completamente determinada: a saber, aquella en la que la humanidad, frotándose los ojos, reconoce precisamente este imagen onírica en cuanto tal. Es en este instante que el historiador emprende con ella la tarea de la interpretación de los sueños”.
Bastante cerca no solamente al surrealismo sino también, mediante éste, al psicoanálisis, lo que está en juego para Benjamin es el mirar a la historia como el ensamble de todo lo que alguna vez fue, con miras a la inminencia de un acto que podría llegar y romper el continuum de la historia. Como dirá Slavoj Zizek muchos años después, en su libro In Defense of Lost Causes: “La referencia al psicoanálisis es aquí crucial y muy precisa: en una revolución radical, la gente no solo ‘cumple sus viejos (emancipatorios, etc.) sueños’; más bien, tienen que reinventar sus modos mismos de soñar”; y de hecho, “si solo cambiamos la realidad con el fin de cumplir nuestros sueños, y no cambiamos los sueños mismos, tarde o temprano volveremos a la vieja realidad”. Para Benjamin, de igual forma, el problema concierne al método dialéctico. La imagen del tiempo del ahora, que nos muestra la dialéctica en suspenso, revela en la historia una serie de peligros y promesas en el borde de ser evitadas o realizadas: “Pendiente de establecerse está la conexión entre la presencia de la mente y el “método” del materialismo dialéctico. No es solo que uno puede siempre ser capaz de detectar un proceso dialéctico en presencia de la mente, considerado como una de las formas más altas de comportamiento apropiado”, señala Benjamin. “Lo que es incluso más decisivo es que el dialéctico no puede mirar a la historia sino como una constelación de peligros a los que él está siempre, mientras sigue su desarrollo en su pensamiento, a punto de evitar”. En cualquier caso, la tarea del historiador materialista, así como el de la teoría crítica o la dialéctica que sirve como su método, recuerda a la interpretación de los sueños mucho más que la presencia inmediata y soberana del juicio de la autoconsciencia modelada sobre Dios.
Benjamin así comparte con el surrealismo y el psicoanálisis el respeto por la parte enigmática que el inconsciente proyecta en todas y cada una de las presuposiciones de conciencia metafísicas o racionales –ya sea el cogito individual o la conciencia de clase colectiva. Su concepto de materialismo histórico depende precisamente de la salvación o redención del potencial de lo impensado en la historia. En este sentido, participa de una tendencia mucho más vasta en el pensamiento contemporáneo, la misma que Foucault en Les Mots et les choses: Un archéologie des sciences humaines describirá como el doublet del cogito y lo impensado – uno de los tres dobletes en la “analítica de la finitud” que marcaría nuestra modernidad. “¿Qué es este ser, entonces, que brilla y, por así decirlo, resplandece en la apertura del cogito, y sin embargo no está soberanamente dado en él o por él? ¿Qué, entonces, es la conexión, el difícil vínculo, entre ser y pensamiento? ¿Qué es el ser del hombre, y cómo puede ser que ese ser, que podría ser tan fácilmente caracterizado por el hecho de que ‘tiene pensamientos’ y posiblemente está solo al tenerlos, tenga una inerradicable y fundamental relación con lo impensado?”, se pregunta Foucault. “Una forma de reflexión es establecida bastante lejos de tanto el análisis cartesiano y kantiano, una forma que involucre, por primera vez, al hombre siendo en aquella dimensión donde el pensamiento se dirige a lo impensado y se articula a sí mismo sobre él”. De allí también el interés en el trabajo onírico: si este último no piensa, como le gustaba decir a Freud, es porque trata sobre lo impensado.
Por contraste, lo que separa a Benjamin de alguien como Aragon, e incluso más de Jung (Freud aparece solo a través de citas de segunda mano en el Passagen-werk), es su insistencia en el momento dialéctico del despertar:
«Delimitación de la tendencia de este proyecto con respecto a Aragon: mientras Aragon persiste dentro del reino de los sueños, aquí la inquietud es encontrar la constelación del despertar. Mientras que en Aragon se mantiene un elemento impresionista, a saber, la “mitología” (y este impresionismo debe señalarse como responsable por los varios vagos filosofemas de su libro), aquí hay una pregunta sobre la disolución de la “mitología” en el espacio de la historia. Eso, por supuesto, puede pasar solo a través del despertar de un conocimiento aun-no-consciente de lo que ha sido.»
Incluso la idea de disolver el mito en la historia puede haber sido inspirada por la correspondencia publicada en los Anales Francoalemanes. En efecto, tal y como el joven Marx, en una carta a su padre Heinrich, había escrito: “Si moraron los dioses alguna vez por encima de la Tierra, ahora se habían convertido en su centro”, de ese modo también, como ya hemos visto, espera disolver toda conciencia oscura a sí mismo, ya sea política o religiosa, al confrontarla con el actual estado de las cosas: “Como la crítica de la religión de Feuerbach, nuestro objetivo íntegro solo puede ser el traducir problemas políticos y religiosos en su forma de autoconsciencia humana”.
Del Derecho a Soñar
Y no obstante, ¿cómo debería uno despertar a la humanidad del sueño de algo para así alcanzar, sin el mito, la posesión de la cosa misma? ¿Y, sobre todo, qué es esta cosa o este algo que la humanidad ha soñado desde siempre?
Admitamos, primero que todo, como una presuposición tras la imagen del sueño, que la cosa en cuestión no tienen nada que ver con idea oficial del marxismo como una ciencia de la historia en el sentido objetivista o positivista: “Conocemos una ciencia solamente, la ciencia de la historia”, Marx y Engels habían escrito en un pasaje de La Ideología Alemana que, aunque subsecuentemente tachada por los autores, es también tomada por Debord, aunque Alain Badiou, en su Teoría del Sujeto, parece ofrecer una réplica directa. “¿Ciencia de la historia? El marxismo es el discurso de con el que el proletariado se sostiene a sí mismo como un sujeto. No debemos olvidar esta idea”. En contra de la idea positivista de la ciencia de la historia limitada al conocimiento de hechos objetivos, debemos admitir que incluso los marxistas, ya ortodoxos o no, tienen derecho a soñar.
Ya Lenin, en un curioso pasaje de ¿Qué hacer? toma la defensa del soñar, no obstante esconde su verdadero rostro tras una larga cita de una tercera persona. “¡Debemos soñar!”, exclama Lenin. ¿Pero qué es este sueño? De hecho, Lenin imagina el proyecto de un diario o periódico, no muy diferente a los planes de Marx y Ruge para los Anales Francoalemanes, que reuniría a los comunistas en torno a una labor intelectual común. “Este periódico sería una partícula de un enorme fuelle de fragua que avivase cada chispa de la lucha de clases y de la indignación del pueblo, convirtiéndola en un gran incendio. En torno a esta labor, de por sí muy anodina y muy pequeña aún, pero regular y común en el pleno sentido de la palabra, se concentraría sistemáticamente y se instruiría el ejército permanente de luchadores probados”, propone Lenin. “¡En esto es en lo que hay que soñar!”. Sin embargo, casi inmediatamente Lenin parece ceder a sus escrúpulos: “¡Debemos soñar!”, sí pero tal vez no: “He escrito esas palabras y me he asustado”, añade Lenin, imaginando las objeciones de camaradas que puedan amenazarlo diciendo que es irresponsable para un marxista soñar. “Voy a ir más lejos”, imagina que dice uno de ellos. “Pregunto, ¿tiene un marxista algún derecho a soñar, sabiendo que, según Marx, la humanidad siempre se plantea tareas realizables, que la táctica es un proceso de crecimiento de las tareas, las cuales crecen con el partido?», a lo que Lenin en cambio imagina una respuesta preventiva, defendiendo al menos el derecho a cierto forma de soñar, a través de una larga cita de Dimitri Písarev.
“Sólo de pensar en estas preguntas amenazadoras me dan escalofríos y miro dónde podría esconderme”, confiesa Lenin primero, como si fuese vergüenza lo que sobreviene, vergüenza incluso más que miedo. Y, por supuesto, tal vínculo entre el sueño y el afecto de la vergüenza no debería ser una sorpresa. Como explica Freud, “en los sueños, se agitan pulsiones ocultas que están en contradicción con lo que podría llamarse el credo ético y estético oficial del soñante, el soñante se avergüenza entonces de estos impulsos, se extraña de ellas a lo largo del día, no quiere saber nada de ellas, y cuando durante la noche no puede impedirles algún tipo de expresión, las fuerza a la desfiguración onírica, en virtud de la cual el contenido del sueño aparece confuso y disparatado”. En el caso de un marxista confeso que, fuera de creencias éticas o estéticas debería por sobre todo responder las demandas de la historia, este sentido de vergüenza sobre los impulsos de nuestros sueños debería ser aún más abrumador. Lenin, sin embargo, trata de no ceder ante las presiones de la censura y distorsión. “Trataré de esconder a las espaldas de Písarev”, escribe, antes de citar el largo pasaje que sigue:
«Hay disparidades y disparidades –escribía Písarev a propósito de la existente entre los sueños y la realidad -. Mis sueños pueden adelantarse al curso natural de los acontecimientos o bien desviarse hacia donde el curso natural de los acontecimientos no pueden llegar jamás. En el primer caso, los sueños no producen ningún daño, incluso pueden sostener y reforzar las energías del trabajador… En sueños de esta índole no hay nada que deforme o paralice la fuerza de trabajo. Todo lo contrario. Si el hombre estuviese privado por completo de la capacidad de soñar así, si no pudiese adelantarse alguna que otra vez y contemplar con su imaginación el cuadro enteramente acabado de la obra que empieza a perfilarse por su mano, no podría figurarme de ningún modo qué móviles lo obligarían a emprender y llevar a cabo vastas y penosas empresas en el terreno de las artes, de las ciencias y de la vida práctica… La disparidad entre los sueños y la realidad no produce daño alguno, siempre que el soñador crea seriamente en un sueño, se fije atentamente en la vida, compare sus observaciones con sus castillos en el aire y, en general, trabaje a conciencia por que se cumplan sus fantasías. Cuando existe algún contacto entre los sueños y la vida, todo va bien».
Finalmente, Lenin siente la necesidad de añadir una apreciación pesimista. “Pues bien, los sueños de esta naturaleza, por desgracia, son rarísimos en nuestro movimiento. Y la culpa la tienen, sobre todo, los representantes de la crítica legal y del «seguidismo» ilegal que presumen de su sensatez, de sus «proximidad» a lo «concreto»”.
El sueño antropológico
A la pregunta “¿Qué hacer? – Con la pregunta “¿Qué hacer”, podemos entonces responder siguiendo el ejemplo de Jacques Derrida que, en este punto, parece querer repetir la proposición de Lenin: “¡Debemos soñar!”, excepto que Derrida prontamente tiene que admitir que ni la pregunta ni la forma de responder a la pregunta, incluso apelando al derecho a soñar, sale indemne de la crisis del marxismo y el colapso de la Unión Soviética, marcado simbólicamente por la caída del Muro de Berlín.
Primero, Derrida recuerda la breve prehistoria de la pregunta “¿qué hacer?”: una pregunta que no solo es prestada del título de la novela de Nikolay Chernyshevsky, sino anticipada por Kant, cuando este último sitúa el proyecto de su filosofía crítica bajo la rúbrica de tres preguntas fundamentales: ¿Qué puedo conocer? ¿Qué debo hacer? y ¿Qué se me permite esperar? Como Michel Foucault mencionaría en Les Mots et les choses, la secreta unidad de esta triple pregunta, dirigida respectivamente en las tres Critiques de Kant, está vinculado al privilegio atribuido en cada de sus subdivisiones al rol del “hombre” capaz de pensar sus propios límites –capaz, en otras palabras, de tomar el sujeto como el objeto mismo de las nuevas ciencias humanas. Así, un entendimiento antropológico de la naturaleza del “hombre” es lo que provee la piedra angular, o más bien, la fundación, para toda la arquitectura del proyecto crítico de Kant. Es respecto a ello que Foucault habla de “un nuevo adormecimiento”: ya no el dogmático adormecimiento combatido por Hume sino la dormilona antropológica de “nuestra” modernidad toda, de la que Kant sería un ejemplo preeminente: “Esto ya había sido formulado por Kant en su Lógica, cuando a su triada tradicional de preguntas agrega una última: las tres preguntas críticas (qué puedo conocer, qué debo hacer y qué se me permite esperar) se encuentran referidas entonces a una cuarta, e inscritas, por así decirlo, a su cuenta: Was is der Mensch?
Es esta somnolencia antropológica a la que Foucault, como sus contemporáneos Althusser y Derrida, opone su propio antihumanismo teorético, incluso si para aquel tiempo solamente es la risa homérica que vale por una figura de pensamiento que todavía estaba enteramente por venir. Así termina el penúltimo capítulo del libro de Foucault:
A todos aquellos que quieran hablar aún del hombre, de su reino o de su liberación, a todos los que todavía plantean aún preguntas sobre lo que es el hombre en su esenia, a todos aquellos que quieren partir de él para tener acceso a la verdad, a todos aquellos que en cambio conducen de nuevo todo conocimiento a las verdades del hombre mismo, a todos aquellos que no quieren formalizar sino antropologizar, que no quieren mitologizar sino desmitificar, que no quieren pensar sin pensar también que es el hombre el que piensa, a todas estas formas de reflexión torpes y desviadas no se puede oponer otra cosa que una risa filosófica –es decir, en cierta forma, silenciosa.
Y en cuanto a la versión leninista de la pregunta “¿qué hacer?”, Derrida dirá que esto también se mantiene atascada en el atolladero de una tradición demasiado metafísica y teleológica. Así, cuando Lenin, a través de Pisarev, distingue la “buena” forma de soñar de la forma cuyos efectos serían “paralizantes” o incluso “dañinos”, el criterio decisivo se refiere a cierto principio de realidad, que a cambio le ofrece al soñador algunas garantías solamente cuando se llevan a cabo por el movimiento de la historia. En contraste, cuando esta referencia a la realidad histórica está ausente, el sueño es una vez más condenado como pura fantasía o aventurerismo irresponsable: nada sino castillos en el aire. Solo en la condición de su realización posible, garantizando el contacto entre realidad y fantasía, podría un marxista tener el derecho a soñar. “Y esto es porque Lenin mide la grieta en términos de su “realización”, esta es su propia palabra, a la luz del adecuado cumplimiento de lo que él llama el contacto entre el sueño y la vida real”, comenta Derrida con motivo de un debate público con Alain Minc. “El telos de esta adecuación suturante –que he tratado de demostrar que también cierra la filosofía u ontología de Marx- clausura el futuro de lo que está por venir. Nos prohíbe pensar eso que, siendo justos, supone siempre un elemento de inadecuación incalculable, disjunción, interrupción, trascendencia infinita. Esta disjunción no es negativa, es la propia apertura y posibilidad de un futuro, es decir de la relación con el otro como quien y cual viene. Así, parecería que la cosa cuyo sueña la humanidad ya posee, de acuerdo a la Carta de Marx a Ruge, se mantiene inscrita en un determinado horizonte, que, fuera del hecho de que es una invención bastante reciente vinculada al destino de nuestra modernidad sola, es quizás ya no más nuestra. Más bien, este horizonte sería una cosa del pasado que clausura nuestra capacidad para pensar el futuro de lo que viene. Así, la respuesta a la pregunta de Lenin debe necesariamente mantenerse suspendida para Derrida: “Sí ‘¿qué hacer?’ se mantiene como una (o como la) pregunta marista, Derrida, en efecto, nos urgiría a evitar responderla. La única forma de ser responsable respecto al futuro abierto por la pregunta sería evitar responderla”.
¿Debemos todavía soñar, entonces? ¿Podemos soñar aun en la forma en la que Marx o Lenin lo proponen? Según Derrida, podríamos repetir la propuesta de Lenin solo si somos capaces también de disociarla del horizonte antropológico y teleológico en el que la respuesta a la pregunta “¿qué hacer?” se mantiene aprisionada hasta ahora. “En el camino, lo hemos heredado, tanto de Kant como de Lenin, esta es una pregunta moderna en un sentido preciso, cuyo radicalismo no puede ser implementado ya sea en la Edad Media o en las época cartesianas después de ésta, en lo que se llamó entonces en mundo, y que estaba delimitado, determinado, en todo sentido de la palabra, por un horizonte teleológico, antropo-teleológico, o teológico político”. Así, Derrida concluye:
“Pero, a la inversa, y es éste todo el problema de lo que hoy se nos viene y de lo que distingue la especificidad aguda de nuestro tiempo, la pregunta «¿qué hacer?» ya no puede desplegarse en toda su potencia, es decir sin horizonte, mientras un horizonte o unos atrevimientos teleológicos o onto-teleológicos siguen bordeándola, como es todavía el caso para Kant y Lenin, quienes todavía tenían o presumían una cierta idea del hombre o de la revolución, de la finalidad, del estadio final, de la adecuación final, del telos o de una idea reguladora sobre cuyo fondo se levantaba la pregunta «¿qué hacer?», la que entonces en efecto se hacía posible, pero por eso mismo no vertiginosa, no abismal, arrestada en sus límites, es decir en su horizonte”.
Aquí, en suma, está la nueva pregunta que la deconstrucción parece legarnos: ¿Tenemos todavía derecho a soñar después de la crisis del marxismo? ¿Podemos poseer el sueño de ese algo del que Marx hablaba, sin necesidad de que su conciencia presuponga una filosofía teleológica de la historia y una ontología metafísica de la real, cuando se presume que estas dos últimas ya se han vuelto obsoletas al día de hoy?
La interpretación de los sueños al rescate
Es parcialmente con tales preguntas en mente que Susan Buck Morss, en Dreamworld and Catastrophe: The Passing of Mass Utopia in East and West, recoge la mención del derecho a soñar en “¿Qué hacer?”. Ella, también, no obstante, se muestra primero escéptica. No, argumenta contra las conclusiones de Lenin, no todo es para mejor cuando existe contacto entre el sueño y la vida real. “La actualización así entonces se vuelve el criterio para la aceptabilidad del soñar socialista. Parece dar prueba de que el sueño no fue mera fantasía. Pero en el proceso, la historia misma se vuelve un mundo soñado. El voluntarismo del partido de vanguardia, incluida la arbitrariedad de la violencia revolucionaria, es racionalizado como la historia que avanza a zancadas. Al usar a las masas como un instrumento para la concretización del mundo soñado de la historia, la vanguardia armada “sucumbe” a una concepción del tiempo que, mientras se mantenga victoriosa, legitima su propia norma”, observa Buck Morss. Y, como si hiciera eco de las reservas sentidas por Derrida, quien era parte de la misma comitiva en 1990 con la que la autora viajó a la URSS, agrega: “Por supuesto, el soñar despierto es saludable, no podríamos vivir sin ello. Pero cuando su lógica, en compensación por las decepciones de hoy, se vuelve un “plan” que se traba en el significado del futuro, la indeterminación y la apertura del tiempo es colonizada, y el sueño utópico se vuelve una realidad de opresión. Y aun así, incluso ella no parece lamentarse demasiado por la desaparición de las utopías de masas, esta misma autora también se niega a abandonar su energía onírica y crítica toda de una.
De hecho, tras la caída del Muro de Berlín, problema parece haberse convertido en algo completamente diferente. Como experta en el trabajo de Walter Benjamin, Buck Morss en este contexto no puede no recordar la importancia del momento del despertar. “Debemos despertar del mundo de nuestros padres”, cita del Passagen-werk de Benajmin, antes de concluir con una pregunta más inquietante todavía: “Pero, ¿qué puede ser exigido a una nueva generación, si sus padres nunca soñaron del todo?”. Cierto, tanto como que “el capitalismo fue una manifestación de la naturaleza con la que le sobrevino un nuevo sueño onírico a Europa y, con él, una reactivación de las energías míticas”, como Benjamin había escrito, así también “las soviéticas fantasmagorías de producción generaron su propia ‘fase de sueño’, esta vez, cayendo sobre la Revolución misma”. Pero para Buck Morss, que escribe desde el vientre del monstruo al momento mismo del colapso de la Unión Soviética, no basta con criticar al comunismo contrastándolo con la buena utopía de la democracia tras la catástrofe del totalitarismo. “La brecha entre la promesa utópica que creían los niños y la actualidad distópica que experimentaron ya como adultos puede en efecto generar una fuerza para el despertar colectivo. Es el momento del desencanto –de reconocer el sueño como un sueño. Pero un despertar político exige más. Requiere rescatar los deseos colectivos a los que el sueño socialista dio expresión, antes de que se hundan en el inconsciente como olvidados. Este rescate es la tarea de la interpretación de los sueños”.
¿Qué ha pasado desde allí que pueda explicar por qué esta operación de rescate ha sido abandonada? ¿Por qué el sentido de la vergüenza ha sustituido una vez más a la interpretación de los sueños? ¿Por qué tantos de nuestros intérpretes contemporáneos esconden sus rostros y desvían la mirada, rehusándose a ver los deseos colectivos expresados en el sueño de algo que la humanidad siempre ha poseído? Para ser más precisos, ¿por qué la vergüenza no puede server ya más como un punto de partida para el sueño de una transformación colectiva de la sociedad como un todo? Después de todo, para Marx, la vergüenza podía cargar con una promesa revolucionara genuina. Al hablar de cómo Prusia mostró su verdadero lado despótico, Marx, en su primera carta a Rugge, había escrito: “Esto también es una revelación, si bien una negativa. Es una verdad que, como mínimo, nos enseña a ver la vacuidad de nuestro patriotismo, la naturaleza perversa de nuestro estado y a ocultar nuestros rostros por la vergüenza”, pero esto causa inmediatamente que Marx preventivamente se refiera al escepticismo de Ruge: “Puedo verte sonreír y decir: ¿Qué traerá eso de bueno? Las revoluciones no se realizan por la vergüenza. Y mi respuesta es que la vergüenza es una ya en sí misma una revolución… y si una nación entera se sintiese avergonzada, sería como un león que se echa para atrás antes de saltar”. En marcado contraste, si consideramos el ciclo revolucionario del corto siglo XX que va desde 1917 hasta 1968 y sus postrimerías, resulta que al menos para cierta orientación en el pensamiento contemporáneo, solo la vergüenza se mantiene al cierre de este ciclo: vergüenza de alguna vez haber tenido el sueño de un mundo diferente, vergüenza por haber sobrevivido a los desastres del siglo XX en este mundo, vergüenza de estar vivos como seres humanos; o, simple y llanamente, vergüenza de ser: una ontología de la vergüenza, para la que podríamos usar el famoso juego de palabras de Jacques Lacan hontologie, un portmanteu francés que combina honte y ontologie. “Es una vergüenza [une honte], como ellos dicen, que debería producir una (h)ontología [hontologie] pronunciada de la manera correcta, al menos”. Así, especialmente en la larga ola de eventos de 1968 y al menos hasta la nueva época de revueltas y levantamientos preconizados por la crisis financiera internacional del 2008, somos testigos de nada sino un agotamiento de la promesa revolucionaria en sí misma, concomitante con una absolutización de la vergüenza como la condición insuperable del ser humano, o del ser como tal. En palabras de Giorgio Agamben: “Tras el bien y el mal yace no la inocencia del devenir, sino más bien una vergüenza que es no solo ausente de culpa, sino incluso de tiempo”. En cuanto a la historia detrás de esta sensación intemporal de vergüenza, que requeriría que escribamos la genealogía del devenir vergonzoso del sueño revolucionario mismo, esa es una historia diferente por completo, que tendrá que ser contada en otro lado.
Traducción por Matheus Calderón
Pontificia Universidad Católica del Perú