Etiquetas
anfasep, cvr, deborah poole, isaías rojas, memoria, terrorismo, yuyanapaq
Recientemente se ha reeditado «Yuyanapaq: Para recordar», el libro que recoge las fotografías de la exhibición del mismo nombre, que a su vez acompaña y resume el informe final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación publicada en el 2003. A propósito de la muestra, y también en relación a las clases que este ciclo recibí sobre memoria, trauma y narración en la literatura latinoamericana, me pregunté si es que la exhibición planteaba una «narrativa», si construía una «historia», si cerraba un sentido para quienes la visitaban.
No soy, por supuesto, el primero al que se le ocurre la pregunta. Los antropólogos Deborah Poole e Isaías Rojas, ambos de la John Hopkins University, desde las herramientas de que ofrece la antropología visual, escribieron hace unos años un excelente texto sobre el caso de Yuyanapaq (en inglés aquí, en español acá). La interesante tesis que construyen y defienden los académicos es que «la exposición de la CVR presentaba las fotografías como los documentos históricos y perceptuales manifiestos e indiscutibles sobre los que se puede construir un conocimiento colectivo del pasado». A través de mirar las imágenes, podemos recordar el pasado, sentir culpa y plantearnos un nuevo proyecto de nación, digamos.
En base a eso, agregan, «esta comprensión de cómo el conocimiento visual conduce al acuerdo moral, dificulta la posibilidad de articular una visión más democrática (o plural) de la reconciliación como proyecto ético en el que cual el reconocimiento no requiere (o depende) de la certidumbre, y donde le significado de comunidad no gira alrededor del consenso, sino de un ‘acuerdo para estar en desacuerdo'». La válida crítica de los antropólogos es que la CVR y Yuyanapaq pretenden fijar una certidumbre de sentido en la exposición (a través, por ejemplo, de las leyendas que explican la fotografía). En esto se conectan con la duda que planteaba al inicio: ¿Yuyanapaq ofrece una narrativa cerrada de la violencia? En el sentido en el que pretende fijar un significado, sí.
Hay, sin embargo, una omisión en las versiones online del texto. Un fragmento en el que los autores comparan y comentan el caso de Yuyanapaq con el del Museo de la Anfasep (Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecido del Perú), el cual aparece en la compilación de artículos Imaginación visual y cultura en el Perú, editado en el 2011 por Gisela Cánepa, en ese entonces coordinadora de la Maestría en Antropología Visual por la PUCP. Reproduzco a continuación el fragmento perdido, una de las partes más iluminadoras del análisis de Poole y Rojas, que de hecho servirá para plantear nuevas interrogantes a quienes estén interesados en temas como la memoria, la violencia política, y las representaciones de la misma:
«Al abrazar la promesa ilusoria de que la fotografía puede, de alguna manera, trascender tanto al tiempo como al espacio, tales supuestos acerca de su universalidad o “facticidad” entran también en fricción con la particular habilidad de la fotografía de crear una distancia escéptica entre el observador y lo observado. Para Heidegger, esta distancia habla del carácter distintivo de la modernidad como un mundo en el que nuestro destino es relacionar este mundo con una “imagen” o visión (Heidegger, 1977). Desde esta perspectiva, la fotografía parece ligada ineludiblemente a una postura filosófica en la que el sujeto moderno se distingue por su incapacidad de responder al mundo en el que habita por el hecho de que siempre es percibido como una representación o imagen de lo que ya pasó. Lo que la CVR nos pidió en la exhibición de Yuyanapaq fue reflexionar sobre el pasado del sufrimiento que las fotografías nos mostraban y tomarlo como punto de partida para la tarea moral de enfrentarnos, por un lado, con nuestra culpabilidad frente al pasado, y por el otro, con nuestra responsabilidad ética en tanto participantes de un proyecto colectivo de nación en el presente.
Lo que aquí hay en juego es un entendimiento particular de lo que constituyen los términos de un compromiso moral o ético. Al presentar las fotografías como hechos y a la “nación” como un sujeto histórico singular, la CVR parece estar sugiriendo que nuestras interpretaciones de hechos y nuestras interpretaciones de las bases morales para construir una (mejor) colectividad social están basadas en formas similares de acuerdos. ¿Qué sucede con este argumento- esta manera de leer la fotografía como un ícono de sufrimiento y de la nación- si introducimos el espectro de la discrepancia y pluralidad como las bases sobre las cuales la reconciliación -y la comunidad- deben ser sostenidas? De forma más acentuada, ¿cómo puede el desacuerdo ser introducido en una exhibición fotográfica que busca generar reconciliación e incitar a la reflexión sobre la relevancia de estos hechos recientes?
Como una respuesta inicial y tentativa podemos empezar preguntándonos: ¿Qué sucede cuando las víctimas a las que la CVR busco exponer ante la mirada colectiva de la nación hablan y se presentan por sí mismas? ¿Cuáles son los discursos visuales y los recursos de memoria a los que recurren para este propósito? ¿Qué historias ponen de relieve, no solo durante la campaña contrainsurgente, sino en el tiempo de la posguerra, cuándo el silencio se alzó como proyecto político para sellar la impunidad del pasado? El ejemplo del pequeño museo de la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú (ANFASEP) en Ayacucho es sumamente esclarecedor en ese sentido. Albergado en el tercer piso dela casa de Anfasep que se encuentra ubicada en una esquina de lo que ahora se conoce como Parque de la Memoria, en Ayacucho, este museo da testimonio del sufrimiento y del dolor de las víctimas en formas muy diferentes a las propuestas por Yuyanapaq.
Para empezar, las paredes externas de la casa de Anfasep están completamente cubiertas con murales en los que el tema de los desaparecidos se propone claramente como una forma específica –y la más horrenda- del crimen del Estado. Es un despliegue visual impresionante que se complementa con un sencillo monumento armado en el parque adyacente, en el que un conjunto de piedras de río pintadas de blanco y negro con los nombres de los desaparecidos están arregladas alrededor de un motivo central, siguiendo el ejemplo del monumento El ojo que llora de Lima. Esta combinación de sencillez en los recursos y fuerza visual que emerge del testimonio de los familiares de los desaparecidos es un claro desafío a los proyectos que, de formas distintas, buscan cerrar el pasado sobre la base del olvido. El mensaje es que los desaparecidos no permiten que ese pasado se cierre condenándolos a una doble desaparición.
Para los propósitos de este artículo, nos enfocaremos brevemente en el uso que el museo hace de la fotografía en esta presentación testimonial del sufrimiento, que afirma una perspectiva diferente. En lo fundamental, no hay ninguna pretensión de amarrar las fotografías a una cronología histórica ni se busca que funcionen como ilustraciones del discurso político y moral sobre la nación, violencia y victimización que anima dicha cronología. Entre otras cosas, ello se debe al hecho de que aquí la absoluta mayoría de fotos es testimonial: bien del sencillo tipo retrato o bien fotos domésticas que retratan escenas de la vida ordinaria. En relación al primer tipo, aquí no hay lugar para el anonimato ni las fotografías operan en absoluto como ilustraciones de los tipos de sujetos creados por la guerra, como sí hace Yuyanapaq con el uso extendido de categorías como “un rondero”, “un campesino”, “un asháninka”, o “un poblador”. Las fotografías aquí son rostros y miradas de sufrimiento con nombre propio.
En relación al segundo tipo, se trata de sencillas fotografías no profesionales que muestran estampas extraídas de la vida cotidiana de quienes ahora se encuentran desaparecidos. Son de formato pequeño, evidentemente tomadas con alguna cámara aficionada en las diversas ocasiones de la vida en la que una buena foto singulariza el momento. Así, por ejemplo, una nos presenta al desaparecido montando a caballo por primera vez; otra nos muestra a la desaparecida haciendo la primera comunión, una tercera retrata al equipo de fútbol del pueblo en el que el desaparecido jugaba la tarde que golearon a su similar de la comunidad vecina. Fotografías como estas expresan el hecho sencillo e innegable de que las personas existieron, que tuvieron vidas sencillas y ordinarias como las de cualquier otro peruano, que ahora simplemente no están y que se desvanecieron sin dejar rastro alguno.
Quizás la diferencia sustancial con Yuyanapaq está en el hecho de que en el pequeño museo de Anfasep las fotografías están amarradas a texturas exteriores a sí mismas. Así, por ejemplo, la que retrata al desaparecido el día en que montó a caballo por primera vez está acompañada del poncho que utilizó en aquella ocasión. La fotografía de la primera comunión tiene a su lado el vestido que la desaparecida lució aquel día. La fotografía del equipo de fútbol se exhibe junto a la camiseta del uniforme deportivo usado. En otras palabras, las fotografías están contextualizadas al interior de una densidad material que hace referencia a historias concretas y a biografías personales, en lugar de aparecer contextualizadas en el marco abstracto de la historiografía y de la idea trascendental de la nación.
Uno de los ejemplos más conmovedores aquí es el del adolescente que desapareció cuando iba a la escuela y del que ahora solo queda la foto en blanco y negro tamaño carnet que usó para matricularse. Esta fotografía, borrosa por el efecto de la ampliación, está acompañada por el cuaderno donde el escolar escribió sus últimas lecciones. La escritura titubeante y plagada de errores ortográficos no solo nos habla de una vida que podía ser la de cualquier otro adolescente en cualquiera de las escuelas de la sierra en el Perú, sino de la fundamental incapacidad del Estado para abrirle a este joven un camino al futuro dentro de una sociedad cruzada por todo tipo de brutales discriminaciones; incapacidad que finalmente alcanzó su clímax en el recurso sencillo de hacerlo desaparecer. Así propuesta, la fotografía sí nos interpela y confronta profundamente. No nos deja más que dos opciones: la negación o la valoración y acogida del sufrimiento del otro, cuya consecuencia inmediata es aceptar que no podremos voltear la página mientras el problema de los desaparecidos subsista.
En suma, una tarea para la antropología visual en el Perú podría ser la de asegurar que incorporemos un sentido más fuerte de la discrepancia y del debate en nuestras exhibiciones sobre la historia nacional. Por un lado, como hemos sugerido con nuestra lectura de la exhibición de la CVR, un primer paso sería enfatizar la multiplicidad y la ilegibilidad de la fotografía como un medio que se presta a múltiples –tal vez infinitas- interpretaciones. Otra sugerencia vendría a ser la de permitir a la historia hablar de una visión de nación – y de un proyecto de reconciliación- que adopte los lenguajes inherentemente contestatarios y argumentativos a través de los cuales las exigencias morales son producidas tanto de modo general como – con especial fuerza- en los diversos tipos de escenarios posconflicto a los cuales la CVR esperaba dirigirse. Para lograr ello habría que imaginar una manera en la cual “la magia” de la fotografía pudiera ser trasladada del lenguaje de la verdad y la transparencia hacia un registro en el que se destaque ya no la certidumbre del sentido, sino las múltiples incertidumbres e inconsistencias que permiten a la imagen fotográfica decir diferentes verdades a diferentes personas.”