La jerga de la finitud
O el materialismo hoy
R a d i c a l P h i l o s o p h y 1 5 5 ( M a y / J u n e 2 0 0 9)
Bruno Bosteels
Traducción al español por I. M. Calderón
Preguntarse sobre el materialismo hoy significa preguntarse sobre el tiempo del materialismo. Ello puede abordarse de al menos dos sentidos diferentes. Primero, podemos tomar la expresión para insinuar el refraseo de la pregunta más amplia “¿qué es el materialismo?” en un “¿cuándo es el materialismo?”, y preguntar: ¿cuándo fue el tiempo del materialismo –ya sea el antiguo (Demócrito, Epicuro, Lucrecio) o el moderno (tal vez Hobbes, ciertamente d’Holbach, Marx)? ¿Cuándo será el tiempo del materialismo (otra vez)? Y, entre ese noble pasado y ese futuro incognoscible, es hoy, quizás, un buen tiempo para volver a la pregunta “¿qué es el materialismo?”. En efecto, ¿es ahora el tiempo del materialismo, no en el sentido de nuestro aquí y ahora, sino en ‘ahora’ como tal? ¿Es que el tiempo del materialismo, cuando sea que ocurre –lo que puede ser raro-, marca siempre el tiempo del ahora, en contra de las elucubraciones atemporales, ahistóricas o eternas del idealismo? Esta última formulación apunta hacia la segunda forma principal en la que la pregunta puede ser entendida, a decir: ¿qué es el tiempo cuando se aborda desde un punto de vista materialista, opuesta a –presuntamente- un punto de vista idealista?
Estos dos abordajes sobre “el tiempo del materialismo”, a la vez que establecen programas diferentes, están además relacionadas de manera explícita. Cualquier estudio del tiempo y la historia del materialismo está vinculado, tarde o temprano, a llegar a aceptar concepciones materialistas de la historia y del tiempo.
Sin embargo, la conjunción del materialismo con el pensamiento del tiempo no fue siempre tan autoevidente. Al ver títulos como “The Time of Materiality” o “Materialism Today”, he sentido yo mismo una urgencia a referirme a esta conjunción con un gran nivel de sospecha –presumo, sospecha materialista. Y no debido a alguna imposibilidad oculta de la conjunción, sino por la impresión de una posibilidad subtematizada, no problematizada, demasiado facilista. El tiempo parece haberse vuelto el objeto de un consenso hoy en día, o, al menos, de un sensus communis difuso pero no por ello menos imperativo, que resulta suficientemente autoasegurada para dar por sentado su orientación materialista.
El tiempo y la intempestividad; la temporalidad y las temporalidades alternativas o superpuestas; otros tiempos y el tiempo del otro; tiempo a la vez originario y derivativo, mesiánico y perdido, plástico e irreversible; el tiempo como historia, historialidad e historicidad… No importa hacia qué lado se mire, parecería que ahora es el tiempo del tiempo. El tiempo está in, podríamos decir, en tanto que a pesar de las ubicuas afirmaciones de que “el tiempo está fuera de quicio” (o quizás por ellas misma), parecería que no hay forma de no estar “en” el tiempo –bajo la condición de no confundir este estar en el tiempo por la imagen de un “contenedor”, “canal” o “dimensión” allá afuera, a través de la que pasamos como entidades otras de la naturaleza, imperturbables por la temporalidad fundamental del ser. Así, tal como Heidegger escribe al final de su Historia del Concepto del Tiempo,
El tiempo no es nada que esté ahí fuera en alguna parte y sea el marco de lo que acontece en el mundo; el tiempo tampoco es nada que esté bordonean do dentro en la conciencia… Los movimientos que se dan en la naturaleza y que definimos espaciotemporalmente, esos movimientos no transcurren «en el tiempo» como si transcurrieran «en» un tubo; se hallan, en cuanto tales, por completo desprovistos de tiempo. Acontecen «en» el tiempo sólo porque su ser queda descubierto en cuanto naturaleza pura y simple. Acontecen «en» el tiempo que nosotros mismos somos[1].
No estamos tanto “en” el tiempo como que nuestro ser más interior “es” tiempo. Es en este último sentido que el tiempo y la temporalidad parecen haberse vuelto inescapables para la filosofía. Jorge Luis Borges, que se describió a sí mismo como un “argentino extraviado en el mar de la metafísica”, parece haberse anticipado a grandes partes de este consenso cuando en la conclusión melancólica a su magníficamente titulado “Nueva refutación del Tiempo”, escribió:
Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología tibetana) no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego[2].
Fuera de los compromisos reconocidamente idealistas de Borges, no es difícil entender algunas de las razones por la que la acalorada sustancia de tal avasalladora perspectiva del tiempo llega a ser vinculada a una perspectiva materialista. Solamente una atención meticulosa a los barrosos campos del tiempo y la historia, que la asunción general parece evitar, permitirá sortear la tentación metafísica, loablemente idealista, de entender el orden de las cosas como eternas, invariantes e invariables. La directiva básica para el materialismo contemporáneo sería entonces la que sirve como lema de apertura a The Political Unconscious[3] de Fredric Jameson: “¡Historizar siempre!”. En un sentido más fundamental, esto significa también “¡temporalizar siempre!”, o, para retornar al más dispar de mis acompañantes, parecería que la principal tarea al pensar el tiempo del materialismo, en el doble sentido subrayado arriba, yace en concebir lo que Borges llama una “historia de la eternidad”, lo que requiere como primer principio un reverso del entendimiento tradicional –podríamos decir otra vez idealista y metafísica- de la relación entre tiempo y eternidad, heredada de Platón:
El tiempo es un problema para nosotros, un tembloroso y exigente problema, acaso el más vital de la metafísica; la eternidad, un juego o una fatigada esperanza. Leemos en el “Timeo” de Platón que el tiempo es una imagen móvil de la eternidad; y ello es apenas un acorde que ha ninguno distrae de la convicción de que la eternidad es una imagen hecha con sustancia de tiempo. Esa imagen, esa burda palabra enriquecida por los desacuerdos humanos, es lo que me propongo historiar[4].
Así, incluso si continuamos ignorando la preocupante evidencia del innegable idealismo de Borges, ser un materialista hoy significaría pensar la eternidad en el campo de la sustancia del tiempo, y no al contrario.
Hablar entonces del tiempo del materialismo es en alto grado redundante, en tanto solo un pensamiento del tiempo como tiempo parece ser capaz de reclamar el título de ser materialista. Ciertamente este no ha sido el caso. Varios años atrás, afirmé que ser un materialista requería un cambio de paradigma “de tiempo a espacio” o (lo que al momento parecía ser otra forma de ser lo mismo) “del texto al territorio”[5]. Al sostener esta afirmación, no solo seguía la senda de Jameson –nuestro quintaesencial historizador, que de algún modo irónicamente también afirma que escribir la ontología de nuestro presente (incluyendo la historia del posmodernismo) requiere que abracemos cierto “giro espacial”- sino también de Michel Foucault, que, en una importante entrevista con los editores de la revista francesa Hérodote, sugirió que las categorías del tiempo tienden a invitar a una interrogación fenomenológica, cuyo modelo subyacente –a pesar de todos los pasos en reversa, las puestas entre paréntesis y las reducciones de intencionalidad- continúa siendo el de la conciencia; mientras que las categorías de espacio, ubicación, territorio y demás nos fuerzan a tomar en cuenta las restricciones estructurales puestas en el discurso por lo no discursivo.
“Metaforizar las transformaciones del discurso en un vocabulario temporal necesariamente lleva a la utilización del modelo de conciencia individual con su temporalidad propia”, responde Foucault a sus entrevistadores. “Intentar descifrarlo, por el contrario, a través de metáforas espaciales, estratégicas, permite captar con precisión los puntos en que los discursos se transforman en, a través de y a partir de las relaciones de poder”, agrega[6]. Un modelo espacial, en otras palabras, permitiría toda una nueva cartografía de los eventos discursivos en relación a las prácticas institucionales de poder y resistencia, retirando la cuestión de la subjetivación de su idealista sujeción en el modelo fenomenológico de conciencia, intencionalidad y experiencia.
Incluso un cambio de tiempo a espacio, no obstante, puede ser insuficiente para superar algunas de las consecuencias más agobiantes del actual consenso que rodea a la cuestión por el tiempo y su alegado materialismo. Esto es el motivo por el cual, en un esfuerzo por poner todas mis cartas polémicas sobre la mesa, propondría que es tiempo de argüir en contra del tiempo, para derribar lo que percibo es el mínimo común denominador detrás de tanto el tiempo y el espacio, tan pronto como estos son vistos como las formas a priori de nuestra intuición siguiendo a Kant: a saber, la asunción subyacente, que se ha vuelto hoy un dogma, que la tarea de pensar –ya sea que se la llame crítica, análisis, teoría o filosofía- consiste en última instancia en nada menos, pero también nada más, que la exposición de la finitud y nuestra exposición a ella.
“No solamente es finita la intuición humana, sino que también, y quizás en una forma mucho más original, el pensamiento es finito[7]”, escribe Heidegger. U, otra vez, “el pensamiento finito es una tautología, en el mismo sentido de un círculo redondo[8]”. Esto es, entonces, la tautología a interrumpir y el círculo a romper. El punto es no argüir contra el tiempo como tal, lo que sería imprudente. En cambio, lo que busco interrumpir es la cadena de equivalencias de acuerdo a la cual el tiempo es a la eternidad como el materialismo es al idealismo y la finitud a la infinitud. En otras palabras, la argumentación se enfrenta al tiempo como el modo primordial de acceso a un pensamiento de finitud que hoy en día se ha vuelto la forma dominante de un nuevo idealismo, luciéndose bajo el disfraz de una forma radical, posmetafísica, antidialéctica e hiperética de materialismo.
La finitud, que tuvo una vez la virtud crítica de rechazar los errores gemelos del dogmatismo ciego y el empirismo vacío, se ha vuelto hoy un nuevo dogma que arriesga a mantener lo empírico de ser alguna vez transformado. En viceversa, la infinitud, que una vez –en su forma virtual antes que en su forma actual- fue inseparable de los caprichos idealistas de la teología, es tal vez la única respuesta materialista a la jerga de la finitud hoy –dado que entendamos que implica ello sobre las definiciones de materialismo e idealismo.
Dados estos tiempos (el dogma de la finitud)
De Martin Heidegger a Jacques Derrida y a Roberto Esposito, de Paul Ricoeur a Jacques Taminiaux y a Francoise Dastur, o incluso de Theodor W. Adorno a Slavoj Zizek, existe una aparentemente infinita lista de pensadores contemporáneos que, en las varias décadas pasadas y en variaciones innumerables, han orquestado una vasta performance de lo que Avital Ronell ha llamado el “puntaje de la finitud[9]”. La interpretación de la finitud de Heidegger en Kant y el problema de la metafísica es sin lugar a dudas el momento en solitario más importante en este esfuerzo intergeneracional gigante que se extiende casi por todo el siglo XX por completo. En el proceso, la finitud recibe un decisivo nuevo giro. En vez de interpretar la finitud primariamente en términos de muerte y mortalidad, como es el caso de Ser y Tiempo, el giro de Heidegger a la Crítica de la Razón Pura le permite desarrollar la perspectiva de que, como la naturaleza más interior del ser humano o Dasein, la finitud de hecho involucra una relación esencial no a esta vida, ser o entidad y su posible final, sino a la pregunta misma del ser en cuanto ser, que es y siempre ha sido la única pregunta digna de aquello que Heidegger llama aquí todavía una “metafísica” o una “ontología fundamental”.
La recuperación y el desarrollo de Heidegger de la Crítica de Kant llevan así la discusión de la finitud hacia la dirección del campo de la metafísica:
Este desarrollo debe demostrar hasta qué grado el problema de la finitud en el hombre, y las investigaciones ya señaladas, tienen que ver necesariamente con la solución de la pregunta por el ser. Hablando de un modo categórico: hay que sacar a luz la conexión esencial entre el ser como tal (no el ente) y la finitud en el hombre. (…) Ahora se ve que ni siquiera tenemos que preguntar por la relación de la comprensión del ser con la finitud en el hombre, ya que esta comprensión es la esencia íntima de la finitud. Así hemos adquirido el concepto de la finitud que está en la base de la problemática de la fundamentación de la metafísica[10].
Poco después, empezando en la década de 1930, Heidegger abandonó ambos términos -“metafísica” y “ontología fundamental” – en pos de una comprensión del “pensamiento” que es al mismo tiempo más genérico y más enigmático, pero que sirve como denominación para formas de recobrar la cuestión del ser que no sería ya metafísica. De hecho, es precisamente la noción de finitud, una vez el lugar de su inscripción se mueva del ser mortal hacia el Ser mismo y en última instancia hacia el “evento”, lo que le permite por sí sola y continúa subsecuentemente el garantizar la posibilidad radical de un modo de pensamiento posmetafísico.
Si Heidegger inaugura el paradigma de la finitud a través de su repetición de Kant, recae en Foucault, en la sección final de Las palabras y las cosas en “El hombre y sus dobles” haber demostrado el impacto integral de tal paradigma en la modernidad como un todo. Lo que Foucault, siguiendo a Heidegger, llama una “analítica de la finitud” marca para él el umbral mismo entre la edad clásica y la modernidad, o entre nuestra prehistoria y lo que consideramos contemporáneo. “Nuestra cultura ha franqueado el umbral a partir del cual reconocemos nuestra modernidad, el día en que la finitud fue pensada en una referencia interminable consigo misma[11]”, escribe Foucault. “La cultura moderna puede pensar al hombre porque piensa lo finito a partir de él mismo”, señala. Las humanidades o las ciencias humanas modernas, en particular, son impensables sin cruzar aquel umbral de comprensión de lo finito sin la infinidad: esto es, de la finitud fuera de los esquemas metafísicos y aun con más frecuencia teológicos que oponen los finito a lo infinito, bajo el modela de las creaturas y su Creador.
Entre los muchos aspectos que vale la pena resaltar en esta interpretación moderna de la noción de finitud, destacaré solo dos. El primero involucra un derrocamiento completo de las tercas connotaciones peyorativas que intuitivamente se aferran a esta noción, entendida ya como defecto o falta, limitación o carencia. Para Heidegger así como para Foucault, al contrario, la sola finitud es lo que primero inaugura la posibilidad de preguntarse la cuestión del ser, o de la verdad, o del conocimiento como tal. Alphonse de Waelhens y Walter Biemel, los traductores de la versión francesa de Kant y el problema de la metafísica –que muy probablemente Foucault tuvo ante sí al escribir Las palabras y las cosas– escriben (que):
…en vez de considerar al pensamiento y al conocimiento como un acceso al absoluto que, en el hombre, se encuentra a sí mismo accidentalmente impedido de ofrecer sus efectos en su totalidad, en vez de sostener que este impedimento es una limitación extrínseca o puramente negativa, se trata ahora de la cuestión de traer a la luz la finitud como la estructura positiva y la esencia misma de las cosas[12].
Foucault, por su lado, discute tres modalidades dominantes y vagamente sucesivas por las cuales la finitud se dobla sobre sí misma para descubrir en sus meras limitaciones las condiciones positivas de posibilidad para empezar con el conocimiento y la verdad. Estas modalidades son, respectivamente, el redoble de lo empírico y lo trascendental; el doble del cogito y el inconsciente, o del pensamiento y lo impensado; y el retroceso y el retorno al origen. En cada una de estas tres clases, el pensamiento de lo finito, o pensamiento finito como un círculo redondo y una tautología, es cercenado de toda referencia al infinito:
La experiencia que se forma a principios del siglo XIX aloja el descubrimiento de la finitud, no ya en el interior del pensamiento de lo infinito, sino en el corazón mismo de estos contenidos que son dados por un conocimiento finito como formas concretas de la existencia finita. De allí, el juego interminable de una referencia duplicada: si el saber del hombre es finito, esto se debe a que está preso, sin posible liberación, en los contenidos positivos del lenguaje, del trabajo y de la vida; y a la inversa, si la vida, el trabajo y el lenguaje se dan en su positividad, esto se debe a que el conocimiento tiene formas finitas[13].
Es en este sentido que la “analítica de la finitud”, que yace en el umbral de una modernidad de la que todavía no hemos sido capaces de escapar, rompe completamente con la clásica “metafísica de la infinitud” que la precedió.
Con el descarte de toda referencia al infinitud, ya sea metafísico, dialéctico o directamente teológico, nos encontramos con segundo elemento principal en el paradigma del pensamiento finito: su apalancamiento crítico y (o así se asume) antimetafísico, antidogmático e incluso antiidealista. Para citar a de Waelhens y Biemel una vez más: “vincular el entendimiento del ser y la finitud del hombre, escribir una metafísica de la finitud (en el sentido del término que Heidegger luego abandonaría), esta también implica prohibirse a sí mismo invertir alguna vez los roles, volviendo esta metafísica, de manera subrepticia o no, un conocimiento absoluto de lo finito, declarado verdadero en sí mismo[14]”. O como Heidegger mismo escribe, “todo filosofar, al ser una actividad humana, es incompleto, finito y restringido. Incluso la filosofía como conocimiento del todo debe ser contenida y abandonar la idea de comprender el todo de golpe”[15]. Finalmente, es el mismo potencial antimetafísico que Foucault descubre en la moderna analítica de la finitud que se pone a trabajar en las ciencias humanas como la biología, la economía política y la filología:
De tal suerte que el pensamiento moderno disputará consigo mismo en sus propios avances metafísicos y mostrará que las reflexiones sobre la vida, el trabajo y el lenguaje, en la medida en que valen como analíticas de la finitud, manifiestan el fin de la metafísica: la filosofía de la vida denuncia la metafísica como velo de ilusión, la del trabajo la denuncia como pensamiento enajenado e ideología, y la del lenguaje como episodio cultural[16].
Ahora, si se me permite el uso de metáforas mixtas, aquí es donde me gustaría poner una pequeña traba en el engranaje de la máquina, romper el círculo tautológico del pensamiento finito, y hacer sonar una estridente nota de disonancia al medio del coro de filósofos que entonan las alabanzas de la finitud como si en ello también yaciera el núcleo duro de un materialismo posmetafísico. Esto presupone, no obstante, que redefinamos lo que se entiende como materialismo e idealismo hoy.
El retorno materialista de la eternidad
La paradoja inherente en el pensamiento materialista es suficientemente obvia: ¿cómo podemos sostener al mismo tiempo tanto ser materialistas y operar al nivel del pensamiento? ¿Cómo podemos pensar la materia sin automáticamente volvernos idealistas? La respuesta usual a esta paradoja ha sido plantear que el pensamiento del materialismo requiere una interrupción del pensar – plantear que la materia rompe en algún lugar con el pensamiento al marcar un punto de lo real, que es lo que importa solo, dentro del pensamiento. O para ponerlo del otro lado, una filosofía materialista debe necesariamente doblar los poderes del concepto, para así reflejar lo no conceptual dentro del concepto. El materialismo, en este sentido, ataca al idealismo desde dentro al marcar la finitud del segundo. El fragmento de Parménides según el cual “lo mismo, en efecto, es pensar y ser”[17] no solo sirve como el principio fundacional de toda la metafísica occidental –sea como lo sostiene la tradición heideggeriana, derridiana o incluso adorniana- sino que también puede ser leído como la culminación originaria del idealismo, en tanto un modo de pensar materialista y posmetafísico debe ser capaz de reflexionar sobre el límite del pensar, en efecto, no es lo mismo que le ser.
Y con todo, dadas las consecuencias de los ataques sobre el idealismo desde el punto de la finitud, ningún materialismo contemporáneo podría costearse abandonar la tesis de la identidad del pensar y el ser. De hecho, si hoy la diferencia, la finitud o la no identidad llegan solo a sustituir el principio de identidad como una (nueva) ley del pensar (sobre) el ser, como una ley del pensar (sobre) la materia, entonces podemos estar seguros de haber entrado al idealismo. El idealismo, entonces, debe ser redefinido, no como la afirmación de la supremacía del pensamiento sobre la materia sino como la aceptación indivisa de que la relación entre estos dos es precisamente del orden de la ley en vez de una relación en el orden del evento.
Siguiendo las tesis de Alain Badiou en una sección esencial de su Teoría del Sujeto, el materialismo tendría que ser definido dos veces: primero en términos de ser (todo lo que existe es materia, por tanto se sigue que hay solo un nombre del ser) y luego una segunda vez en términos del proceso por el cual llegamos a conocer al ser (un proceso que, como el maestro de Badiou Louis Althusser nunca se cansó de repetir, involucra una clara distinción entre materia y pensamiento, o entre lo real y el conocimiento de lo real, lo que presupone que existen, de hecho, dos regiones del ser, bajo la primacía de la primera). Metafóricamente, esta doble determinación del materialismo puede ser resumida en el “espejo” que funciona como la metáfora del conocimiento en la notoria teoría del reflejo, y la “asíntota” que de Engels a Lacan metaforiza el conocimiento desde el punto de vista del remanente dejado atrás por todo reflejo exacto. “Digamos que el reflejo es, en el materialismo, la metáfora de la tesis de identidad[18]”, señala Badiou, y concluye: “la segunda metáfora matematiza como asíntota la tesis del primado”.
En la actual situación teórica y filosófica, este acercamiento asintótico, que insiste en la necesidad estructural de algún residuo, una diferencia terca o un remanente indivisible, se ha vuelto completamente dominante al punto del detrimento de la universalmente vilipendiada teoría del reflejo del conocimiento. El materialismo filosófico ha terminado reducido al postulado de una brecha constitutiva entre el ser (la materia) y el pensar (el conocimiento) para el que la finitud sirve comúnmente como el nombre ontológicamente dignificado o la notación taquigráfica.
No obstante, cuando el pensar no puede ser más que la exposición de y hacia la finitud sin caer en las trampas de una ilusión idealista, metafísica o dogmática, entonces cualquier intento de cambiar aquello que la finitud expone está también, por definición, bloqueado por adelantado. Así, el pensar como pensamiento finito sostiene su radicalidad solo mostrándonos que al menos no comete el error de tener confianza en, dejando solo los actos, alguna noción de infinitud. O, para ponerlo de otra forma, es la analítica de la finitud por la que toda apelación al infinito verdadero debe por definición ser vista como desastrosa –un desastre inminente que es por lo general referido bajo el lenguaje moralizante de “lo peor[19]”, y donde el radicalismo consiste en, al menos, haber evitado todo ello.
Así que si el idealismo puede ser definido como la concesión de antecedencia no a la mente sobre la materia sino a la ley sobre la interrupción de la ley, entonces el paradigma de la finitud que encontramos en la crítica o deconstrucción de la metafísica de la presencia (quizás no menos que en la dialéctica negativa) al situar la finitud de la verdad y el conocimiento como una nueva ley se ha vuelto de hecho idealista. “La indivisibilidad de la ley del lugar lo exceptúa de lo real. Unir esta excepción se reduce en teoría a afirmar la anterioridad radical de la regla”, apunta Badiou. “La posición de esta antecedencia se elabora en filosofía como idealismo[20]”, agrega. Contra este idealismo, lo que necesita afirmarse es el infinito no como una progresión virtual, no como un más allá aproximable de manera asintótica, sino como el nombre para el exceso inmanente de lo finito sobre sus propios recursos. “Lo infinito como cualidad de lo finito es esa capacidad creadora inmanente, ese poder indestructible de «franqueamiento» de los límites[21]”, escribe Badiou. Finalmente, en contraste con el poder del tiempo para señalar la analítica de la finitud, esta afirmación podrá ser interpretada como un llamado a considerar, como mínimo, la posibilidad que la eternidad –a contrapelo de toda forma de sabiduría aceptada hoy en día, contenga la semilla para un retorno secular y materialista al infinito, ya como el poder para romper con los límites de la finitud.
Por ello, dejaré la última palabra a Borges, que termina su “Historia de la Eternidad” con la siguiente formulación, misteriosa y sorprendentemente simple: “Derivo de antemano esta conclusión: la vida es demasiado pobre para no ser también inmortal”. La inmortalidad aquí podría describir la naturaleza de un sujeto capaz de sostener, sin trascendencia alguna, el poder eternizante del infinito dentro de la situación de la vida como tal. Excepto que Borges, que vuelve al letargo dogmático de la finitud que yace revelado en el vínculo irrefutable entre pensamiento y tiempo, añade inmediatamente: “Pero ni siquiera tenemos la seguridad de nuestra pobreza, puesto que el tiempo, fácilmente refutable en lo sensitivo, no lo es también en lo intelectual, de cuya esencia parece inseparable el concepto de sucesión”[22]. Esta disyunción debería ser suficientemente clara: o nos mantenemos dentro de los límites del tiempo como un recurso único para la analítica de la finitud, en cuyo caso no podemos siquiera estar seguros de la pobreza de la vida, o tratamos de revocar la analítica de la finitud, con su incierto redoble de la pobreza de la filosofía en una filosofía de la pobreza, al recorrer las consecuencias que derivan de la secularización del infinito.
[1] Martin Heidegger, Prolegómenos para una Historia del Concepto del Tiempo, traducción de Jaime Aspiunza, Alianza Editorial, Madrid, 2006, p. 399.
[2] Jorge Luis Borges, “Nueva refutación del Tiempo”, Obras completas, Emecé Editores S.A., Buenos Aires, 1974, p. 771.
[3] Fredric Jameson, The Political Unconscious: Narrative as a Socially Symbolic Act, Cornell University Press, Ithaca, 1981, p. 9.
[4] Jorge Luis Borges, “Historia de la Eternidad”, Obras completas, Emecé Editores, S.A., Buenos Aires, 1974, p. 353. He discutido este ensayo en ‘Truth is in the Making: Borges and Pragmatism’, The Romanic Review, vol. 98, nos 2–3, 2007, pp. 135–151.
[5] Bruno Bosteels, “From Text to Territory”, en Kevin Jon Heller and Eleanor Kaufman, eds, Deleuze and Guattari: New Mappings in Politics, Philosophy, and Culture, University of Minnesota Press, Minneapolis, 1998, pp. 145–74.
[6] Michel Foucault, “Preguntas a Michel Foucault sobre la geografía”, Microfísica del poder, traducción de Julia Varela y. Fernando Alvarez-Uría, Las Ediciones de La Piqueta, Madrid, p. 120. Argumentos similares a favor de un giro desde el tiempo al espacio se han realizado con referencia no solamente al ahora clásico trabajo de Henri Lefebvre sino también a la propuesta de una geofilosofía en nombre de Gilles Deleuze y Félix Guattari. Véase Lefebvre, The Production of Space, traducción de Donald Nicholson-Smith, Blackwell, Oxford, 1991; Edward W. Soja, Postmodern Geographies: The Reassertion of Space in Critical Social Theory, Verso, Londres y Nueva York, 1989; Gilles Deleuze and Félix Guattari, ‘Geophilosophy’, en What Is Philosophy?, traducción de Hugh Tomlinson y Graham Burchell, Columbia University Press, Nueva York, 1994, pp. 85–115. Incluso Heidegger puede leerse de manera retroactiva como alguien que abrió un camino –aunque tal vez uno insuficientemente explícito- hacia un modelo espacial de fenomenología que evitaría las trampas de la consciencia y la intencionalidad. Véase Didier Franck, Heidegger et le problème de l’espace, Minuit, París, 1986, y más recientemente, el texto de Stuart Elden –inspirado en Lefebvre- Mapping the Present: Heidegger, Foucault and the Project of a Spatial History, Continuum, Londres, 2001.
[7] “Not only is human intuition finite, but also, and perhaps in a far more original way, is thinking finite”, en Martin Heidegger, Phenomenological Interpretation of Kant’s Critique of Pure Reason, traducción.de Parvis Emad y Kenneth Maly, Indiana University Press, Bloomington, 1997, p. 106.
[8] “Finite thinking is a tautology, after the fashion of a round circle”, en Kant and the Problem of Metaphysics, traducción de Richard Taft, Indiana University Press, Bloomington, 1997, p. 175.
[9] Avital Ronell, Finitude’s Score: Essays for the End of the Millennium, University of Nebraska Press, Lincoln, 1998. Jean Luc Nancy es sin duda alguna el exponente más claro de la doctrina de la finitud, en Un Pensamiento Finito, traducción de Juan Carlos Moreno, Anthropos, Barcelona, 2002. Refiero a varios de los finitistas, particularmente en su lectura de la dialéctica hegeliana, en “Hegel in América”, en Clayton Crockett, Creston Davis y Slavoj Žižek, eds, Hegel and the Infinite: Religion, Politics, and Dialectic, Columbia University Press, New York, 2011. Soy consciente de que tanto Zizek como algunos de sus colegas en Ljubljana, especialmente Alenka Zupancic, en años recientes han empezado a seguirle la pista al infinito como parte de una crítica al argumento finitista, aun cuando Zizek de tiempo en tiempo sacará la vieja vara de su armario para golpear a Badiou en la cabeza por su ceguera en cuanto al lugar adecuado de la finitud y del impulso tanático en cualquier teoría del sujeto. Zupancic, por ejemplo, dedica una sección crucial de su The Odd One In: On Comedy (MIT Press, Cambridge MA y Londres, 2008) al argumento a favor de la “física de lo infinito” sobre y contra la “metafísica de lo finito” (Zupancic, 2008:43-60). Dentro del campo fenomenológico deconstructivo, por otro lado, no existe tampoco escasez de invocaciones al infinito, de la Totalidad e Infinito: ensayo sobre la exterioridad, traducción de Daniel E. Guillot, Ediciones Sígueme, Salamanca, 1977, de Emanuel Levinas al La demanda infinita. La Ética del compromiso y la Política de la resistencia, traducción de Socorro Gimenes, Marbot, Barcelona, 2010, de Simon Critchley. La verdadera línea divisoria, sin embargo, se traza entre la infinitud “verdadera” y la infinitud como una trascendencia teológica o como Idea regulativa. Estos últimos usos, que bien podrían reclamar ser materialistas, son de hecho perfectamente compatibles con el tipo de marco finitista general que es abordado aquí. En contraste, para la importancia revolucionaria de la idea (cantoriana) del infinito “verdadero”, véase la “Philosophy and Mathematics, Infinity and the End of Romanticism”, en Theoretical Writings, ed. and trad. de Ray Brassier y Alberto Toscano, Continuum, Londres, 2004, pp. 21–38. “We do not possess the wherewithal to be atheists so long as the theme of finitude governs our thinking” (“no poseemos los recursos para ser ateos en tanto el tópico de la finitud gobierne nuestro pensamiento”), Badiou afirma. “Only by relating the infinite back to a neutral banality, by inscribing eternity in the matheme alone, by simultaneously abandoning historicism and finitude, does it become possible to think within a radically deconsecrated realm” (“solo al relacionar el infinito de vuelta a una neutralidad banal, al inscribir la eternidad en el solo matema, al simultáneamente abandonar el historicismo y la finitud, se vuelve posible pensar en un reino radicalmente desacralizado”). (pp. 26–27).
[10]Martin Heidegger, Kant y el problema de la metafísica, traducción de Gred Ibscher Roth, FCE, Ciudad de México, 2012, pp. 255 y 264.
[11] Michel Foucault, Las palabras y las cosas, traducción de Elsa Cecilia Frost, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 1968, p. 309.
[12] Alphonse de Waelhens y Walter Biemel, en Martin Heidegger, Kant et le problème de la métaphysique, traducción de Alphonse de Waelhens y Walter Biemel, Gallimard, Paris, 1981, p. 19.
[13] Foucault, Las palabras y las cosas, pp. 307-308.
[14] De Waelhens y Biemel, en Martin Heidegger, Kant et le problème de la métaphysique,, p. 49
[15] Citado en Michael Inwoord, ‘Finitude’, A Heidegger Dictionary, Blackwell, Oxford, 1999, p. 70.
[16] Foucault, Las palabras y las cosas, p. 309.
[17] Parménides, fragmento 3. En este context, puede decirse que Friedrich Nietzsche inaugural el cierre de la metafísica idealista cuando, en una nota de 1888 incluida en La Voluntad de Poder, escribe que “Parménides había dicho: «No se puede pensar lo que no es»; nosotros estamos en el otro extremo, y decimos: «Lo que es pensado debe ser seguramente una ficción»”. La Voluntad de Poder, traducción de Aníbal Froufe, Editorial EDAF, Ciudad de México, 2000, aforismo 533. Para un comentario sobre el significado de esta nota, véase Philippe Lacou-Labarthe, ‘La fable’ (1970), en Le sujet de la philosophie (Typographies 1), Aubier–Flammarion, París, 1979, pp. 7–30.
[18] Alain Badiou, Teoría del Sujeto, traducción de Juan Manuel Spinelli, Prometeo Libros, Buenos Aires, 2008, p. 218.
[19] Sobre el uso frecuente de “lo peor” en la deconstrucción, véase por ejemplo la entrada de Leonard Lawner sobre Jacques Derrida en la Stanford Encyclopedia of Philosophy, de acceso libre en http://plato. stanford.edu/entries/derrida/.
[20] Badiou, Teoría del Sujeto, p. 208.
[21] Badiou, El Siglo, traducido por Horacio Pons, Ediciones Manantial, Buenos Aires, 2005, pp. 198-199. Aquí Badiou lee la sección “Cantidad” de La Ciencia de la Lógica: “La definición sintética propuesta por Hegel (hablo aquí su lengua) es que la infinidad (del quantum) adviene cuando el acto de salir de sí se retoma en sí mismo. Hegel agrega que en ese momento lo infinito excede la esfera de lo cuantitativo para devenir cualitativo” (p. 197).
[22] Borges, “Historia de la Eternidad”, Obras completas, p. 367. Badiou finaliza su “Philosophy and Mathematics” (Theoretical Writings) afirmando que ‘al desterrar cada instancia de lo sagrado y el vacío de cada dios, las matemáticas no son nada sino la historia humana de la eternidad” (p. 38). Es también la forma como Badiou describe su “Teoría Formal del Sujeto (meta-física)”, con sus diferentes figuras subjetivas (el sujeto fiel, el oscuro y el reactivo) y destinaciones (producción, negación, ocultación y resurrección): “Considerado en su conjunto, el esquema de las figuras y de las destinaciones es entonces una circulación del presente, lo cual quiere decir: una historicización empírica de la eternidad de las verdades”. Lógicas de los Mundos: El ser y el acontecimiento, 2, traducción de María del Carmen Rodríguez, Ediciones Manantial, Buenos Aires, 2008, p. 86.