Arte, terrorismo y el Sublime negativo
Arnold Berleant
Originalmente publicado en Contemporary Aesthetics.
Art, Terrorism and the Negative Sublime. 14 de noviembre del 2009.
Abstract
El rango de lo estético se ha expandido para incluir no solamente a un dominio más amplio de objetos y situaciones de la vida diaria sino también para abarcar lo negativo. Esto incluye al terrorismo, cuyo impacto estético es central para su uso como táctica política. Se explorará la complejidad de valores estéticos positivos y negativos en el terrorismo, introduciendo el concepto de lo sublime como una categoría negativa capaz de iluminar el análisis y la estética distintiva del terrorismo.
Palabras clave:
Burke, Happenings, Kant, valores estéticos negativos, sublime negativo, terror, terrorismo, organizaciones terroristas
“Con el tiempo, la teoría estética tendrá que dar cuenta no solamente del disfrute en la belleza kantiana o de lo sublime, sino también de fenómenos como el de la violencia estética y la estetización de la violencia, del abuso y la intrusión estética, el debilitamiento de la sensibilidad, su perversión, y su envenenamiento”.
1.- Terrorismo y Estética
Se ha vuelto cada vez más claro que las artes, y lo estético –de manera más general-, ocupan no una tierra encantada sino que viven en el mismo mundo del día a día de nuestras vidas. De manera creciente se admite que lo estético es una ubicua dimensión de los objetos y actividades de la vida diaria. Las experiencias perceptivas que poseen las características de la apreciación estética están marcadas por una sensibilidad intensa y enfocada de la que disfrutamos por su satisfacción perceptiva intrínseca. De manera típica, manifestamos esas experiencias con obras de arte y con la naturaleza, pero estas son igualmente posibles en otras ocasiones y con otro tipo de objetos. Tales experiencias nos enganchan con un campo intensamente sensorial en el que participamos de manera plena y sin reservas, como solemos hacerlo con obras de arte. Pero los objetos y ocasiones pueden ser de naturaleza ordinaria, tales como comer, colgar la ropa, involucrarse en relaciones sociales, u operar un automóvil perfectamente funcional u otro mecanismo. El rango de estas ocasiones es infinito, y esto suma a la significancia de la estética del día a día.
Tal expansión de lo estético tiene consecuencias importantes. Quizás la más chocante es la necesidad de admitir que el rango de experiencia estética incluye más que el compromiso apreciativo con el arte y con la naturaleza. Pero no solamente lo estético se extiende a lo inusual sino que abarca el rango total de experiencias normativas humanas. Experiencias de lo estético incluyen no solamente lo elevado y noble sino lo reprensible, lo degradante, y lo destructivo. Esto no como el resultado de una decisión arbitraria de incluirlos, sino de la experiencia real y de la costumbre. Lo estético ofrece asir de manera total y directa el mundo humano. Que eso pueda incluir violencia y depravación no es culpa de la estética, sino del mundo.
Un síntoma notable de ese mundo es el terrorismo. Su indiscriminada violencia y destrucción incontrolada son desoladoras. Pero la cómoda indignación moral no ofrece comprensión, y solamente al comprender los significados y significancia del terrorismo podemos esperar lidiar con él de forma efectiva. Déjeseme empezar con el happening, en tanto el happening puede proveer de una iluminación poderosa sobre la estética del terrorismo.
Nótese que los happenings tomaron forma negativa. Un desarrollo artístico sincrético, visual-teatral, de la década del 60, los happenings fueron una innovación artística deliberada que buscaba transgredir todos los límites duros que protegían las artes y las hacían un espacio seguro. En los happenings las audiencias se volvían los actantes, ningún objeto circunscrito con claridad podía ser identificado como la obra de arte, la distancia estética era relegada en post del involucramiento activo de la audiencia y, más significativamente, los límites entre el arte y la vida desaparecían. Los happenings eran con frecuencia ocasiones lúdicas, hasta festivas, que bailaban sobre las piedades de los axiomas artísticos convencionales.
Algunos comentaristas rápidamente reconocieron que la importancia del happening yacía más allá de su iconoclastia y valor de entretenimiento. Uno de ellos fue Regis Debray, un joven intelectual radical francés, que “se refirió a la revolución como una serie coordinada de happenings de guerrillas. Algunos de sus admiradores, de hecho, tomaron parte en happenings a modo de entrenamiento para futuros happenings, en los que usarían armas y granadas”. Lo que muchos han considerado una exageración bizarra siguiente al rechazo de las formas artísticas tradicionales resulta haber sido una extraña pre-visión del mundo medio siglo después. La red del terrorismo en la que el mundo se encuentra ahora inmerso parece encerrar todo. ¿Pero cómo el terrorismo puede ser considerado en el mismo sentido que el arte? La pregunta misma resulta indignante.
Los happenings significaron un quiebre radical de la tradición estética, al negar que el arte ocupara su propio dominio separado del mundo de afuera. No obstante, no fueron solamente los happenings los que rechazaron eta tradición; muchos otros desarrollos artísticos en el siglo XX deliberadamente cruzaron esa frontera. La presumible diferencia entre el mundo del arte y el mundo de la vida diaria yace en el fondo de aquellos problemas sempiternos en la teoría estética –como el estado de la verdad y la ilusión en el arte, los efectos morales de las obras de arte, y la naturaleza de la representación artística. Tales temas continuos, los cuales pueden ser todos rastreados hasta Platón, encontraban en la autonomía del arte el dominio de la libertad humana, como ha afirmado Kant. Al mismo tiempo, sin embargo, esa autonomía es la que, por decreto filosófico, vicia la fuerza del arte e ignora su poder.
La tradición de restringir y remover el arte del mundo de la vida diaria data de la sospecha platónica de que las artes pueden tener una influencia moralmente degenerativa. Expresada más célebremente en La República, le llevó a abogar por controles estrictos sobre el uso de las artes en la educación y a proponer la censura. Esto, por supuesto, estaba relacionado a la desconfianza de platón en la experiencia de los sentidos, a la que consideraba la fuente de la ilusión y la creencia falsa. Estas perspectivas fueron reforzadas y expandidas por Kant, que afirmó temprano en la era moderna que la autonomía del juicio del gusto es enteramente independiente de la existencia del objeto de nuestra satisfacción y no está alineada con el interés práctico.
El efecto de estas ideas en la historia de la filosofía ha sido profundo. La desconfianza platónica de los sentidos y la independencia artística, y su fallo al reconocer la contribución imaginativa que las artes pueden hacer a la educación y al desarrollo moral se sumó al rechazo de Kant de una satisfacción estética plena de los intereses de la vida diaria. Juntos, funcionaron de manera efectiva para amordazar el poder de las artes. Y sin embargo una vez que reconocemos la interrelación activa que ocurre entre los objetos y las acciones artísticas y el mundo en el que existen, encontramos vastas nuevas oportunidades para el poder y la influencia (del arte).
La fuerza inherente en esta relación no se ha perdido en el estado moderno. Que la estética filosófica ignore deliberadamente el uso y potencial político de las artes es entregar ese poder a otros cuyos valores, estándares y comportamiento son, con frecuencia, ignorantes, manipuladores, y de autoensalzamiento. La separación tradicional de lo estético de la vida diaria ha permitido libremente la apropiación política, comúnmente la mala apropiación, de las artes. De allí que los gobiernos practiquen la “administración de noticias” y otras formas de censura, que “representan” conferencias, mítines y otros eventos políticos, que promuevan arte “oficial”, y que persigan a artistas que no se conforman con sus propósitos y que destruyan sus trabajos. El arte es peligroso, y Kant lo entendió mal cuando ubicó a la moralidad y al arte en dominios separados.
En la interrelación del arte y el mundo humano están las bases para una nueva visión estética y la necesidad de articularla. Cuando los happenings fusionaron el arte con el mundo del día a día, lo hicieron presentándose como arte. ¿Pero qué ocurre con objetos presumiblemente “no artísticos” que son directamente percibidos como arte? Existen, por supuesto, “objetos encontrados” (“found art”), donde un objeto es extrapolado del mundo de la vida diaria, segregado y enmarcado: una pieza de madera seca, un bouquet de flores silvestres y, por supuesto, el perenne urinario. El arte se afirma donde nadie ha intencionado hacerla. Algunas instancias de los objetos encontrados son benignas, otras provocativas, otras deliberadamente inflamatorias. No dicen nada sobre los motivos de aquellos que se encargaron de realizarla y para quienes la idea de arte estaba, es probable, lejos de sus pensamientos. Lo que hace el found art es centrar nuestra atención en un objeto o evento en un modo que recuerde la intensa concentración que le damos a cosas sí designadas como arte por un artista, una institución o el mundo del arte. Como los happenings, el objeto encontrado posiciona el arte directamente en el mundo ordinario. ¿Puede aplicarse lo mismo a los actos de terrorismo?
Algunas de las más chocantes afirmaciones sobre el arte en referencia a objetos fuera del mundo del arte fueron respuestas a los ataques terroristas del 9/11. El compositor de vanguardia Karlheinz Stockhausen los llamó “la más grande obra de arte alguna vez realizada…. la más grande obra de arte en el cosmos entero”, “un salto fuera de la seguridad, el día a día”. Y el artista británico Damien Hirst excluyó el arte de todo juicio moral, argumentando que la violencia, el horror y la muerte asociada al Ground Zero (el nombre dado al sitio del demolido Word Trade Center de Nueva York) no vetan la posibilidad de que el material fílmico del ataque pueda ser “visualmente impresionante” y que recuerde a obras de arte. En efecto, percibir ese material fílmico como arte puede ser el acto supremo de encuadre. Si estos eventos pueden ser considerados como “arte encontrado” puede ser debatido, pero la etiqueta que les asignemos es incidental. De mayor interés aquí es la afirmación de que estos son arte, o son como arte.
Atribuir un logro artístico a los perpetradores puede parecer repugnante, pero sería miope y arrogante descartar facilistamente afirmaciones como las de Hirst y Stockhausen. De lo que hay que cuidarse es de no confundir lo estético con el arte, o considerar que alguno de estos –lo estético y el arte- son necesariamente positivos. Llamar al material fílmico del ataque “visualmente impresionante” refiere al impacto estético. Muchas obras de arte podrían ser descritas en términos similares, y sin embargo reflejar diferente contenido y significado moral. La obra de Frederick Edwin Church, “Los témpanos de hielo” (1861) es “visualmente impresionante”; y también lo es “El incendio de las Cámaras de los Lores y los Comunes” de Turner (1834) y la “Crucifixión” de Mathias Grünewald (1515).
Pero también lo son muchos eventos naturales: puestas de sol, la luna llena en el cielo nocturno, el mar en una gran tormenta. Pero la fuerza perceptual sola, aunque estética, no hace arte. Puede yacer en el sujeto-materia de una obra de arte, pero como parte de un todo es algo diferente. Hay un sentido en el que los comentarios de Stockhausen pueden ser tomados literalmente, refiriéndose a los ataques terroristas del 9/11 como teatro. El mismo Stockhausen compuso obras musicales con espacios dramáticos y de enorme magnitud, así que llamar a los ataques “la obra de arte más grande que se ha hecho jamás” no fue completamente inesperado o fuera de su personalidad.
¿Cómo entonces podemos responder a estos comentarios? ¿Es posible desenredar lo estético de lo moral en una situación tan altamente cargada, o puede el problema moral enteramente sobrepasar al problema estético? No hay respuestas inequívocas y quizás la consideración de los happenings, la transgresión y la violencia pueda ayudarnos a hacer estas aserciones entendibles. Pueden sugerir una forma de aprehenderlas que no es obvia de manera inmediata. Pero primero, no obstante, está el tema del terrorismo por sí mismo.
Simplemente listar las definiciones de “terrorismo” tomaría páginas enteras. Lo que todas tienen en común es el uso de la violencia o la amenaza de violencia. Más frecuentemente añadida a la definición es que el terrorismo se enfoca en una población civil con la intención de crear miedo generalizado, y que es motivado por objetivos políticos o ideológicos. El terrorismo también lleva consigo el elemento de lo inesperado. Un elemento de azar entra en su “elección” (si pudiésemos llamarla así) de víctimas y algunas veces en la determinación de tiempos y espacios específicos; y ello suma en gran manera al miedo que los actos de terrorismo evocan.
Es interesante considerar que esta combinación de elementos que definen el terrorismo –violencia, víctimas civiles, miedo- no especifica a los perpetradores. Estos pueden ser indiferentemente grupos de izquierda o derecha, organizaciones militares, paramilitares, gubernamentales o no gubernamentales. Los medios juegan, sin lugar a dudas, un rol central en promover tal miedo. Cuando se aviva el miedo de manera deliberada, los medios que lo realizan pudiesen ellos mismos ser considerados organizaciones terroristas, tal y como otras organizaciones de fomento, como los bureaus gubernamentales (lo que Badiou llama “terrorismo burocrático) y lo grupos ad hoc de individuos que pudiesen ser los perpetradores, como en el bombardeo de Oklahoma City. Es importante reconocer el marco del terrorismo, ya que etiquetar a organizaciones como “terroristas” porque usan o amenazan con la violencia hacia una población civil, fuera de su lugar en el orden social, es revelador y aleccionador: no son necesariamente grupos marginales. Reconocer el amplio rango de espacios de procedencia del terrorismo ayuda a evitar exclusiones autocomplacientes.
Es importante darse cuenta que el uso del terror no está confinado a Asia o al Medio Oriente. El Terror, de hecho, se ha vuelto una práctica estándar en la escena actual de la historia mundial. Los estados totalitarios saben bien que aterrorizar a una población es la forma más efectiva de controlarla, de lejos mucho más potente que la coerción explícita. Podemos reconocer el clima de miedo y terror que se ha diseminado no solamente a través de regiones en los continentes africano, asiático y sudamericano; sino que está siendo deliberadamente implementado en naciones occidentales industrializadas, también, por el uso de las así llamadas medidas de seguridad nacional. En efecto, si el terror estatal fuera hecho visible, oscurecería los actos individuales de terror que han logrado alta notoriedad al día de hoy.
Los actos de terrorismo son terriblemente creativos y su rango es extremo. Van desde hombres-bomba suicidas en el Medio Oriente y la emisión de gas nervioso sarín en el metro subterráneo de Tokio por parte del culto religioso Aum Shinrikyo y sus intentos de terrorismo biológico a los atentados aéreos suicidas del 9/11 perpetrados por Al Qaeda. Pero no podemos excluir el terrorismo de estado de esta muestra: el uso de acción policial y fuerzas militares explícitas para controlar actividades sociales, pandillas dispuestas para fomentar la violencia social y policía secreta para infundir miedo. Y está también el crecientemente sofisticado uso propagandístico de los medios –magazines y periódicos, talk shows de televisión y transmisiones de noticias- para proliferar información falsa, para distorsionar y ocultar eventos relevantes, e infundir la sensación de seguridad. Este no es el reino del terror: estamos viviendo, más bien, en la era del terror.
2.- ¿Puede ser justificado el terrorismo?
El alcance del terrorismo es, entonces, sorprendentemente vasto y su definición, sorprendentemente inclusiva. Al mismo tiempo, es importante reconocer la diferencia entre terrorismo y terror, y no confundir ambos conceptos. Terrorismo es, como lo hemos visto, el uso calculado de la violencia o la amenaza de violencia contra una población civil con la intención de causar miedo generalizado por motivos políticos. El terror, por otro lado, es la emoción sobrecogedora de miedo intenso. Elaboraré sobre ello más adelante. De lo que me ocupo ahora es del terrorismo como tal, no del terror.
¿Puede alguna vez justificarse el terrorismo? Lo que hace al terrorismo tan moralmente repulsivo es que sus víctimas son circunstanciales, no involucradas, e inconscientes de lo que está pasando. Es una lotería viciosa, con oportunidades iguales de perder. Los resultados devastadores de los actos terroristas no son muy diferentes del denominado “daño colateral” sufrido por población civil a través de toda la historia de la guerra. La violencia que se dirige deliberadamente sobre una población inocente y circunstancial la condena como uno de los más atroces males sociales, independientemente de cualquier motivo autojustificante. De allí que el terrorismo no pueda ser nunca reivindicado, y el terrorismo practicado por el estado no está más exento de condena moral que cuando es usado como táctica por un grupo religioso o político.
Pero fue de las preguntas sobre si el terrorismo es alguna vez justificable, debe ser, no obstante, reconocido y entendido. Los actos descarados y visibles de terrorismo nos fuerza a darnos cuenta que tales actos de violencia no son aberraciones cometidas por individuos delirantes, sino acciones sociales deliberadamente perpetradas por grupos y por razones claras. Pueden ser los brazos de la opresión estatal, o pueden representar la oposición política a lo que es percibido como injusticia correlativa. Los actos terroristas son con frecuencia cometidos en respuesta a la violencia social de la explotación u opresión de un grupo de población por otro. Y, no obstante, una forma de violencia no puede ser selectivamente justificada sobre y en contra de otra. Al ser dirigidas contra víctimas involuntarias, todas esas acciones son moralmente erróneas. Un acto violento cometido en respuesta a otros actos de violencia no está por ello exonerado: ambos son igualmente condenables. ¿Puede el terrorismo ser considerado moralmente justificable cuando es el único medio disponible para un fin político o ideológico, cuando no hay otra vía alternativa para resarcir una injusticia? Esta es la pregunta moral crítica y central para entender el terrorismo.
Pero la pregunta sobre la posibilidad de justificación del terrorismo no responde, sin embargo, la pregunta estética: ¿existen valores estéticos presentes en los actos terroristas? ¿Existe una teoría estética sobre el terrorismo? ¿Qué, de hecho, tiene el terrorismo que ver con la Estética en general? Es necesario confrontar estas preguntas porque los actos de terrorismo realizan un uso efectivo de técnicas y habilidades artísticas y poseen fuerza estética. Incluso así, ¿cómo podemos hablar de actos políticos como el terrorismo en la misma frase que arte y lo estético? ¿Debe el arte que usa la violencia para transmitir un mensaje moral y realizar un juicio moral ser condenada cuando el mensaje no pudo haber sido hecho en ninguna otra forma? Llegamos otra vez al mismo dilema moral. Es una pregunta que debe ser encarada de alguna forma para llegar a una verdadera democracia, la forma política que afirma ofrecer los medios para el cambio social pacífico. ¿Democracia o terrorismo?
El uso del terrorismo como acto político entonces levanta difíciles problemas morales tanto como estéticos, y es importante entender el terrorismo, no solamente condenarlo. En efecto, si consideramos el terrorismo desde un punto de vista estético ventajoso puede dar luces considerables sobre tales actos. En tanto estos eventos son perceptualmente poderosos, e involucran no solamente lo visual sino todos los sentidos. Estos son estéticos por su fuerza sensorial. Estos son actos desesperados, cometidos con el fin de realizar una declaración política y moral a través de su estética, esto es, de su fuerza sensorial. Todavía más, su significancia política inherente es un rechazo dramático de la diferencia tradicional entre el arte y la realidad, una característica que tienen en común con las artes modernas.
En tanto la estética se centra en la percepción sensorial directa, es claro que los actos de terrorismo tienen una fuerza estética poderosa. Todos aquellos que experimentan los efectos del terrorismo –sus víctimas azarosas, sus familiares y amigos cercanos, las organizaciones e instituciones que son atacadas, el público en general, el orden social- todos pueden atestar su impacto estético. Los valores humanos – y el valor de los humanos- están en juego, pero no podemos medir tal valor de modo cuantitativo. ¿Cómo es posible comparar o juzgar la experiencia? ¿Es un acto físico de terrorismo, como lo es el terrorismo suicida por bomba peor que la represión de una población completa por una política gubernamental instituida en el nombre de la seguridad, que causa miedo generalizado y que requiere actos abiertos de brutalidad para imponerla? ¿Es un disturbio deliberadamente planeado, diseñado para manipular a la población, digamos, menos terrorífico que un intento de envenenar el agua en un suministro público de agua? Aquí, lo creo así, las diferencias en la condiciones, medios y consecuencias necesitan ser identificadas y cada situación evaluada en sus propios términos y no por una fórmula general. Al mismo tiempo y más importante, tales alternativas son moralmente inaceptables, tanto como racionalmente irresolubles. No se puede elegir entre Hitler y Pol Pot.
A diferencia de los actos de sabotaje, los actos de terrorismo no tienen objetivos militares directos. Quizás se puede decir respecto a ello que imitan el carácter en buena parte independiente del arte. ¿Y qué suerte de valores estéticos puede tener el terrorismo? “Lo trágico en la vida real tendrá, necesariamente, una dimensión estética en tanto la sensibilidad del sujeto entre en juego al juzgar algo como ‘trágico’”. ¿Existe arte en el terrorismo? No se puede negar que mucho de la efectividad política de los actos terroristas viene de su cuidadosamente planeado impacto estético. En efecto, su efecto es principalmente teatral, con frecuencia espectacularmente teatral. Podemos, de hecho, decir que tales acciones son deliberadamente diseñadas para ser drama de alta tensión. En este sentido, entonces, ¿es el teatro una forma mucho menos apropiada para describir un acto de terrorismo espectacular que una forma para designar actividades militares? Quizás ahora se vuelve más entendible cómo un artista podría considerar un acto terrorista como una obra de arte.
¿Puede el terrorismo tener valor moral positivo? Las adscripciones simples de valores positivos y negativos ya no son suficientes. Situaciones tan moralmente complejas demandan un tipo de análisis diferente. ¿Si un acto terrorista contribuye a lograr la justicia social, podemos incluso preguntarnos si es moralmente positivo o negativo? Un análisis kantiano lo hallaría negativo, en tanto esas acciones no pueden ser universabilizadas. Un análisis utilitario lo encontraría positivo en tanto contribuye a la reforma social o política, en caso efectivamente tuvieses esa consecuencia y no la del uso redoblado del terror de Estado. ¿Pero podemos incluso ponernos en el supuesto de contrapesar el dolor, la muerte y la destrucción inmediatos frente a beneficios futuros?
Ninguno de estos análisis resuelve el problema. Lo universabilizable es un principio ético y un desiderátum lógico, pero no es axiomático ni está exento de reflexión crítica. Y considerar solamente las consecuencias (de manera selectiva) es efectivamente desatender a sus efectos en un rango más amplio. Aún más, al fallar en reconocer el alcance pleno de las consecuencias repite la práctica común de escudarse detrás de principios morales a un costo humano. Más importante es la consideración siguiente, que es que los medios y los fines nunca son separables. ¿Qué tipo de sociedad puede emerger de un cambio generado por el terror? Incluso si la intención de la acción terrorista puede ser la meta de la liberación humana, sus efectos a corto plazo son inevitablemente negativos. ¿Y sus efectos a largo plazo?
Es claro que los problemas morales que emergen del terrorismo son complejos. En términos tradicionales, el juicio podría parecer claro, pero bajo consideraciones totales se vuelve ambiguo. Como en la guerra, donde todo el mundo se dice justo, la justicia está en todos lados –y así, también, la injusticia. El dolor de un enemigo no es más grande que el propio. Una pérdida de una vida es una vida perdida, no importa de quién sea esa vida.
¿Es un acto terrorista espectacular estéticamente positivo o negativo? Debe ser considerado positivo en tanto su fuerza dramática. Si, sin embargo, el miedo y el terror subyugan a la experiencia perceptual, no solamente en sus reticentes “participantes” sino también en su “audiencia” más amplia, en tanto sientan que están en verdadero peligro, un acto terrorista excede la posibilidad de experiencia estética y es, de ese modo, estéticamente negativo. Así que incluso estéticamente, el terrorismo es indeterminado. Tales situaciones parecen, entonces, ser ambiguas tanto moralmente y estéticamente.
La forma en la que un acto terrorista puede ser moralmente positivo en algún sentido puede ser difícil de ver. Debemos reconocer que la estrategia de los actos y los motivos de los actores pueden estar guiadas por las metas de la liberación, de un orden social más justo, del fin de la opresión y explotación, y otros objetivos humanos. Pero también pueden ser guiados por la intención de preservar el poder y los privilegios económicos y sociales que lo acompañan. ¿Alguno de sus fines justifica alguna vez los medios terroristas? Sus efectos moralmente reprensibles son tan descarados que parece inconcebible que alguno de sus objetivos, como quiera nobles, pueda exonerarlos. Uno no puede elegir entre dos males inconmensurables. Al mismo tiempo, incluso si un acto terrorista pudiese argumentar ser moralmente positivo- cosa que no creo que sea posible, ¿justifica esto su negatividad estética? La moralidad y la estética no son fácilmente distinguibles aquí. El dolor y el placer son ambos inherentemente morales y estéticos: el mismo acto puede ser tanto moral y estéticamente positivo o negativo, en tanto lo moral y lo estético pueden ser completamente interdependientes, inseparablemente unidos. La perpetración misma de un acto terrorista es, al mismo tiempo tanto estética y moral, espectacularmente destructivo.
Las generalidades languidecen ante la intensa particularidad del acto terrorista. Cada incidente tiene sus condiciones únicas y ningún procedimiento lógico de toma de decisión parece posible. ¿El amplio alcance y la fuerza de un acto terrorista lo ubica en una categoría nueva y diferente? Así como no podemos medir el placer estético o ponerle una nota a las obras de arte, el miedo y el terror no son realmente cuantificables. Y sus consecuencias no son plenamente determinables. Y porque tanto su alcance y su intensidad no pueden ser especificadas de manera precisa, son verdaderamente inconcebibles. Existe un concepto en la estética que denota experiencias tan abrumadoras que exceden la comprensión: lo sublime, y vale considerar si es que lo sublime podría ser concebiblemente aplicado a los actos de terrorismo.
3.- Lo Sublime Negativo
Lo sublime es una teoría que reflexiona con gran discernimiento sobre un tipo distintivo de experiencia estética. Mientras que lo sublime se volvió un concepto prominente en el siglo XVIII como la dimensión clave en el desarrollo de la teoría estética, se ha vuelto crecientemente importante en el discurso estético reciente. El punto de inicio es usualmente el desarrollo kantiano, aunque Kant no fue el primero en elaborar una teoría de este modo distintivo de aprehensión estética. La discusión de Burke sobre lo sublime había venido medio siglo antes, y mientras que la formulación kantiana dominó las discusiones subsecuentes, las observaciones de Burke son particularmente relevantes para los debates actuales. De acuerdo a Burke, la característica central de lo sublime es el terror. La más poderosa pasión causada por lo sublime en la naturaleza, afirma, es el asombro, un estado mental con un elemento de horro en el que todos los otros pensamientos se suspenden. El miedo ante la posibilidad del dolor o el peligro paralizan la capacidad de razonar y actuar, y evocan el sobrecogedor sentimiento del terror. Como “la emoción más fuerte que la mente es capaz de sentir”, Burke sostuvo que la sensación de terror es una fuente principal de lo sublime: “Todo lo que actúe de una manera análoga al terror es fuente de lo sublime”. Y “en efecto, el terror es en cualquier caso, de un modo más abierto o latente, el principio predominante de lo sublime”. Burke describió muchas emociones asociadas con lo sublime y las condiciones bajo las que lo sublime puede ser experimentado, y citó muchos ejemplos del terror incitado por el miedo. Su análisis, sin embargo, no se desarrolló más allá de tales descripciones.
También Kant reconoció el miedo como una característica del sublime dinámico. A diferencia de Burke, Kant desarrollo una elaborada teoría, iluminada por una distinción entre lo sublime matemático y lo sublime dinámico. En el primero, la magnitud de lo absolutamente grandioso es una medida que la mente no puede abarcar de manera plena. Aplicado a un acto terrorista, sus efectos y consecuencias no pueden ser plenamente descritas o incluso abarcadas mentalmente: son inconmensurables. Sus consecuencias materiales en la manifestación de destrucción física y disrupción social, el alcance de la angustia humana infligida, y las medidas de protección y violencia recíproca causados sobre la sociedad como reacción no pueden ser jamás enumeradas completamente. Sus consecuencias humanas son inmensurables porque son incalculables. Podemos decir en efecto que no podemos cuantificar la fuerza destructiva de un ataque terrorista: evoca el sublime matemático.
El segundo, lo sublime dinámico de Kant, se refiere al miedo sentido en respuesta al enorme poder de la naturaleza, aunque debemos, no obstante, sentirnos seguros y no amenazados, capaces de estar por encima de ese miedo y no ser sujetos de él. Irónicamente, incluso la guerra, asevera Kant, tiene algo sublime en ella, si es que es llevada con orden y respeto por los derechos ciudadanos, presumiblemente en referencia a la protección de no combatientes. En el lugar del poder en el dinámico sublime kantiano, lo sublime en el terrorismo se presenta en la intensidad de la fuerza física, en su envolvente poder emocional, en la presión psicológica abrumadora de la situación.
Como lo sublime dinámico kantiano, la efectividad del terrorismo yace en su amenaza potencial a la seguridad y en la mera inseguridad e inestabilidad social que genera. En el terrorismo, la seguridad es especialmente equívoca: mientras existan no- combatientes, todo el mundo es vulnerable. Las víctimas reales son sino chivos expiatorios que sirven a un efecto en una población más amplia. Otra diferencia actual es el hecho de que, a diferencia de las formas cuantitativas del sublime kantiano en las que ambas, magnitud y poder (y también fuerza) pueden parecer medibles, la intensidad de lo sublime terrorista es también inmensurable y sus dimensiones indeterminadas. Y además reposa en consecuencias que son cualitativamente indeterminables y por tanto incomparables. Solo en sus circunstancias y medios son los actos y efectos del terrorismo distinguibles. Dado que tanto el alcance y la intensidad de los ataques terroristas están fuera de comparación, tanto moral como estéticamente, necesitamos un nuevo concepto, el “sublime negativo” como su identificación más verdadera y elocuente.
Debido a que los actos de terrorismo eluden la significante determinación cuantitativa, debemos entonces admitir su inconmesurabilidad moral y estética, en efecto, su propia naturaleza inconcebible. Quizás el último concepto que puede categorizarlos plenamente es el sublime negativo. Como lo estético, lo sublime no es necesariamente una determinación positiva sino un modo de experiencia. De allí que llamar a tales actos de terrorismo lo sublime negativo no es un oxímoron sino el reconocimiento de la negatividad cuya enormidad no puede ser abarcada ya sea en magnitud o fuerza. La unicidad de tales acciones extremas las vuelve susceptibles solamente de descripción. Uno podría afirmar que un acto de terrorismo ejemplifica lo sublime posmoderno tal y como Lyotard lo describió, al hacer lo irrepresentable perceptible. Y porque lo moral y lo estético son inseparables aquí, el sublime negativo conlleva valor moral y estético equivalente. Que lo moral sea estético lo hace incluso más intolerable. La muerte es la pérdida humana suprema, y los conteos de cuerpos y las estadísticas son engañosamente específicas e impersonales. Tales consecuencias cualitativas como el sufrimiento humano por actos extremos de terrorismo están más allá de una medida. “Tras la primera muerte, ya no hay otra”.
Reconocer la dimensión estética en los actos de terrorismo, incluso un estético positivo, no condona o justifica tal acción, en tanto en el terrorismo lo estético nunca viene solo. Admitir esta presencia puede ayudarnos a entender la fascinación peculiar que el público tiene con tales eventos del teatro del mundo. Estos son, e efectos, actos de alto dramatismo que nos fascinan por su sublimidad. Pero la fuerza teatral que nos impresiona con su imagen está indisolublemente ligada a su negatividad moral, e identificarlos como lo sublime negativo es condenarlos fuera de toda medida. Como un agente aquí en esfera social, el arte afecta el mundo directamente. En efecto, “al atacar la realidad, el arte se vuelve realidad”.
El terrorismo expone dramáticamente la inseparabilidad de lo moral y lo estético, no obstante es una forma extrema de lo que siempre ha sido. El pensamiento utópico, para ir hacia el otro lado del libro de cuentas, también tiene un fuerte componente estético. El utopismo está permeado de valores morales de armonía social y ambiental y plenitud. Su meto, la de facilitar una vida que es profundamente satisfactoria a través del ejercicio fructífero de las capacidades humanas, es tan estético como moral. Ajustarse a la tradición que separa lo estético de lo moral reproduce su segregación de la vida diaria y constriñe su fuerza. Permitámonos ver toda la imagen y no solo los fragmentos de esta.